domingo, 31 de marzo de 2019

Mediocridad


       En este mundo frío y ensombrecido de las letras, donde esculpir la jota sin desfallecer merece la ovación más apasionada, no ya por mérito, que nunca se tiene, sino por compensar el esfuerzo; en este mundo macabro y áspero de literatos y celadores de colegios de segunda venidos a menos, el poeta mediocre, que siempre lo ha sido y siempre lo será, esgrime ilusionado su taladro puntiagudo y castiga el papel satinado con ahínco, con triste saña, y, a contraluz, a través de los agujerillos que el poetucho va creando en el folio reciclado, la cucaracha, que no deja de frotarse la espalda en el rodapié bajo prescripción médica (maldito sarpullido), y que no logra experimentar más alivio en el lomo del que sintió esa mañana al ingerir la también prescrita gota y media de aceite de girasol –aunque no era vegetal, pobre ilusa, sino industrial-, gira la cabeza y se compadece del autorucho al leer, del revés y con maña: “Flor deslucida, flor malherida, flor desangrada, flor derribada...”
      Ay, tontorrón, qué suplicio leerte, se dice la cucaracha ensarpullada, y prosigue con el frote, indiferente a los sudores del otro.
       En este mundo helado, turbulento, apático y antipático de la poesía, o de las altas pleitesías, el autor de tercera y barata calaña no lucha cada jornada, más o menos gris, por afinar su talento desvencijado y engrasar un poco el oficio, que ya sería, de conseguirlo, como para darse con el teléfono móvil en las muelas, sino que se parte el pecho escuálido y lampiño, sencillamente, por cincelar la jota, como antes se mencionó, la jota, queridos amigos, que rima, qué cosas, con idiota, con palabrota y con señorota, y que, según los gustos o la necesidad, unos la tallan con bastón y, otros, con rabo de gato. Pero a la araña gorda del estante de los libros, donde no hay libros, sólo una llave fija del diez, le importa un pito el calvario del poetucho; a ésta le basta y le sobra con rascarse la barriga mientras lo mira de reojo. Eso sí, de reojo y sin perder movimiento ajeno y detalle, no sea que al shakespirucho se le cruce el cable y le arroje el zapato, qué inconveniencia. Y lo mismo pasa con la pulga que se balancea en el cable de la bombilla: sin oficio ni beneficio, porque se le ha muerto el perro, o, como a los del Perú, porque se ha quedado sin hogar, y tiene gracia: al perro también se lo llevaron las corrientes de agua, pero éstas eran residuales, como las ideas del poetilla. A la pulga, amigos míos, le humedece el sobaco que el artista construya la jota de jinete o la eme de mierda; a la pulga, con pe, lo que sí le preocupa, con pe, es especular con la posible aparición de otro perro en el umbral de la puerta. La mediocridad del poeta, señores, o su aptitud insustancial, por lo que a los bichos respecta, es asunto del poeta, y sólo de él.
       Y que lo zurzan, si es menester.


martes, 8 de enero de 2019

El piloto


       Vuela de noche, cada noche, aferrado a los mandos de su avión plateado. Y con él, también cada noche, unos muchachos pintores que se regocijan con el murmullo del motor y echan cabezadas durante el trayecto.
       La rutina del oficio no ha logrado nunca cerrar los párpados al piloto. Conoce bien las curvas de su sendero invisible; podría recorrerlo a ciegas, si quisiera, pero ni un instante descuida el rumbo. Colgado en un rincón de la cabina, como un amuleto, está el dibujo que sus críos le regalaron el día de Reyes: es un avión con ojos verdes y sombrero que sonríe, y papá lo conduce desde lo alto sujetando unas riendas.
       -Hemos llegado –dice el piloto en la soledad de su cabina, y aparca su avión entre unas nubes. Los muchachos pintores se desperezan y se preparan para el trabajo.
       La cabina del avión plateado ha escuchado muchas historias. A veces, se ha estremecido. El piloto le habla en voz alta: le cuenta cosas de su infancia, de cómo creció sin conocer a su madre, de cómo descubrió la risa, de cómo era aquello de jugar al balón con sus amigos, de cómo se hizo un hombre ayudando a su padre a vender fruta, de cómo, en las guardias de su servicio militar, se le dormía el tiempo en las manos, de cómo aprendió a volar en la academia, de cómo voló luego en los brazos de Rosa, de cómo fue eso de ver nacer a sus hijos y de cómo y cuánto echaba de menos a esa madre que no había conocido. Le cuenta las cosas que diría a ella si la viera.
       Los muchachos casi han acabado la tarea. Han comenzado a recoger las pinturas. El cielo luce azul, y a las nubes sólo restan unos retoques. Hoy, como hace frío, han dado más color a la niebla.
       -Demasiado gris –comenta uno de ellos-. Se nos fue la mano. Parece una niebla de invierno.
       Después, regresan al avión.
       -¿Dónde está el piloto?
       Allí, sentado en el borde de una nubecilla, ensimismado, buscando con la mirada. El amanecer es misterioso, bien lo aprendió de niño. Tal vez esta mañana, tal vez la próxima. Tal vez algún día.
       El piloto no aceptó este trabajo por el sueldo, que es poco. Lo hizo por estar más cerca de ella.


miércoles, 31 de octubre de 2018

El mago


          Es pequeño, tiene una varita de madera y ojos de soñador, y se desliza por la fachada de mi edificio, saltando de ventana en ventana, haciendo requiebros a la gravedad, sorteando los jardines flotantes de mis vecinos y el ladrido de un gato, y el aroma denso de las cenas, caminando sin puntillas por el ladrillo áspero, palpando la noche con sigilo, acariciando brisas, desmenuzando los arrullos de las palomas dormidas, quebrando el cristal del tragaluz y el de mi sueño raramente quieto, franqueando umbrales, girando la bombilla de las noches en vela, inventando adornos que colgar en la pared descarnada, rasgando mis camisas viudas, sin seda, sorbiendo el agua del vaso, descalzando mis zapatos rubios, orquestando con guasa mis ronquidos, mi ingenuidad, mi torpeza, reordenando los libros junto al portalápiz, debilitando el color de las sábanas, el de los seis muñecos, el del pudor, haciendo menos nocturna la nocturnidad de su intrusión, que no es tal, burlándose del ratón, de su asombro, de sus ganas de roer el mundo, desplazando los rumores nocivos, sacudiendo envidias y antipatías, cosiendo heridas mal cerradas, besando en la frente al pecado, hilvanando fantasías, desempolvando los compromisos que aún guardo en el cajón, alentando nostalgias no llevaderas, construyendo castillos delicados de naipes, de recuerdos, de voces antiguas, de destellos antiguos, sobrecogiéndome en mitad de la pesadilla, navegando conmigo en un cascarón de nuez, surcando mares de arena, dibujando globos pardos que luego arrastra el viento, sepultando quejidos, ahuyentando brujas con manzanas, aliviando la presión fabulosa de los cuentos, engarzando suspiros como lágrimas de un collar, hurgando en las migrañas en busca del duende malicioso, agitando su varita con destreza, suavizando el castigo y las culpas, compadeciéndose de mí.
          Es pequeño y tiene ojos de soñador. Es un mago.


viernes, 31 de agosto de 2018

La pelota


       Había un niño en la calle matando el tiempo con la pelota, bota que bota, bota que bota. Normalmente, el niño no mataba el tiempo en la calle a esas horas de la noche, pero mamá le había puesto la pelota en las manos con cierta urgencia y le había pedido por favor que se fuera a jugar, que no molestara, que no estorbase. Papá no estaba en casa, así que no tuvo que contrastar el permiso. Al abrir la puerta, el niño se topó con un señor perfumado que sonreía mucho, y pensó que sería el tipo de la publicidad, el tipo que le metía a mamá la publicidad en casa. Bajó a la calle y botó la pelota, la botó con fuerza, la botó con cierta urgencia. 
       Adela tenía dos problemas aquella noche: asumir que estaba envejeciendo muy deprisa y concentrarse en la carta que tenía en las manos. El primero formaba parte de una batalla perdida; el segundo era transitorio. Se levantó de la butaca, abrió la ventana y gritó al niño de la calle que dejara de botar la puñetera pelota. El niño se giró un segundo y la miró, sin dejar de botar la puñetera pelota, bota que bota, y decidió que no valía la pena atender a la señora envejecida de la ventana. Seguiría botando la pelota para no pensar en mamá, para no pensar en ella y en el señor sonriente de la puerta, para no pensar en papá, que se había marchado de viaje al extranjero. 
         Adela cerró la ventana. El niño de la calle era un hijo de… Sí, estaba convencida: era un hijo de la vecina. En realidad, el único hijo que tenía la vecina. Pero era muy tarde para jugar en la calle, tan solo, tan desprotegido, con su pelotita y esa carita de bastardo abandonado… Qué raro. Intentó no pensar en ello y volvió a sentarse en su butaca, y tomó de nuevo la carta de su marido, y regresó al renglón donde él le decía que pretendía divorciarse de ella para casarse, entiéndelo, amor, con la jovencita de diecisiete años que había conocido en la biblioteca (la gorda, se dijo Adela con lucidez, seguro que es la gorda), pero la puñetera pelota del niño, que botaba y botaba, que botaba puñeteramente una y otra vez, la distraía de la lectura. De modo que volvió a abrir la ventana y gritó al niño de la calle, con arrebato, que era un hijo de la vecina, un auténtico hijo de la vecina, pero el niño no le hizo ningún caso porque se había girado para abrazar a su papá, que había suspendido el viaje.
       -¿Por qué te grita la vieja de la ventana? –preguntó el padre. 
       -Porque su marido la engaña con la gorda, papá.


martes, 31 de julio de 2018

La pulga y el saco


       Corretea, corretea sin descanso, la vi colarse en un cajón, la vi pasar entre bizcochos, la vi sumergirse en la leche del vaso, la vi tiritar de frío por mojarse el calzón. Corretea, corretea sin descanso, la vi trepar por la cuchara, saltar desde la cima y ganarse un coscorrón. Lleva la pulga un saco de esparto al hombro, un gorro blanco con borla, el susodicho calzón y un ansia innata de hacer escombro todo aquello que palpa, todo aquello que antoja, o todo aquello que pisa y le provoca un fortuito resbalón. En el saco guarda una vida, su vida pulga, su pulga vida, que pesa más de un quintal, y entre correteo y correteo, a veces, para aliviar la carga, la pulga distrae la mente, alegra el gesto e improvisa una elaborada canción: 

       No me alcanzas, no me atrapas, 
       soy muy rápida y veloz, 
       no me pillas, no me coges, 
       eres bobo y tontorrón. 

       Corretea, corretea sin descanso, la vi brincar en la mesa, la vi eludir mi trampa, la vi volar de la tostada a la pastilla de jabón (a ver si hay suerte y se estampa, y se rompe un diente o dos). Corretea, corretea sin descanso, la vi trepar por la tetera, saltar desde lo alto y planear como un avión. La vi comerse el chocolate, la vi hurgar en el tarro de la miel, la vi bañarse en mi taza y dejar luego un rastro de café, la vi escarbando el azúcar, la vi husmear en la empanada, la vi, la vi mofarse de mí, intenté aplastarla con la prensa y me quedé con las ganas. Lleva la pulga un saco de esparto al hombro, un gorro blanco de lana, un calzón, como ya dije, y un ansia innata de pana. ¿Un ansia innata de pana? No, un ansia innata de hacer escombro todo aquello que pise. En el saco esconde una vida, su vida pulga, su pulga vida, que pesa más de un quintal (más le habría de pesar), y entre correteo y correteo, a veces, para aliviar la carga, la pulga entretiene la mente, destuerce el gesto y canturrea una compleja canción: 

       No me alcanzas, no me atrapas, 
       soy muy rápida y veloz, 
       no me pillas, no me coges, 
       eres bobo y tontorrón. 

       Dame tiempo, pulga idiota, y acabaré por cazarte. Palabra de honor.


sábado, 30 de junio de 2018

La forma de un beso


        Circular, remolino en espiral de brisa fresca y ardiente que tamborilea en los labios, trazo torpe y certero que abrasa la piel, que navega en precaria y deliciosa zozobra, con aristas de fuego y candente hielo, torrente de amarga miel, lujuriosa bondad que atrapa en su vientre el deseo.
        Beso fugaz, beso eterno, beso permanente y efímero de alas plomizas que vuela ligero como sedosa, cristalina y blanca pluma, y que envuelve una vida, cadenas de primavera, grilletes de azul adormecido.


jueves, 31 de mayo de 2018

En un pozo


Soy el minero más pobre, el que excava
sin tino en tu corazón de diamante.
Bajo cada día al pozo más turbio
que existe, al infierno negro que acaba,
que marchita la llama de una vida,
la mía.


Soy el minero más triste, el que vaga
por el túnel frío de tu desprecio.
Sueño cada noche con enfrentarme al
destino, al azar, la suerte que apaga,
que debilita el brillo de unos ojos,
los míos.


Soy el minero más loco, el que amaga
sonrisas mientras golpea la piedra
de tu alma, el que te disculpa en secreto.
Vuelvo cada día al pozo, mañana, al
pozo enlutado que alienta una vida,
la mía.