martes, 18 de diciembre de 2012

La auténtica Navidad


         La mujer no descansará hasta que vea el reflejo de las luces allá a lo lejos, en la revuelta del camino. Son las nueve de la noche. En el campo siempre hace más frío que en la ciudad. Fuera, en el jardín, un vientecillo traidor está agitando los árboles y estremeciendo al pobre perro guardián, que no encuentra refugio ni consuelo en la caseta.
        El salón más grande de la casa está atestado de gente que parlotea sin cesar. Los niños más traviesos están deshojando el arbolito; casi lo han dejado desnudo de adornos. Ahora, las bolas rojas corretean por el pasillo igual que un torpe ejército de ratones, rebotando contra el zócalo con esos sonidos huecos e inquietantes que tan nerviosa están poniendo a la mujer.
         -Estaos quietos, por favor -dice ella, pero los niños se empeñan en jugar.
         Los padres de los pequeños charlan animadamente sin prestar atención al alboroto.
         Las nueve, piensa la mujer con un suspiro, y aún no llega. El cristal de la ventana se empaña con su aliento.
         Qué sufrimiento, qué agonía silenciosa. Ser madre significa no disponer de un momento de calma verdadera. Ser madre supone imaginar a cada instante que la garra monstruosa de la fatalidad acaricia a sus hijos en cada una de las curvas del trayecto. Una vez, no hace mucho, despertó de madrugada envuelta en sudor, fugitiva de un sueño tenebroso en el que su hijo perdía la vida al volante de su automóvil. Cuando recobró el aliento y se cobijó en la dulzura cálida de una manzanilla, trató de imaginar cómo sería el después, el día a día de una existencia sin él, la jornada siguiente a su pérdida... y casi enloqueció.
         Las nueve y media, noche cerrada. La mesa está repleta de embutido y botellas de buen vino. Hay queso, unos mejillones en escabeche muy barrigones, almejas, espárragos de aspecto suculento, un cuenco rebosante de aceitunas, pescaditos rebozados... En la cocina hay varios platos de turrón y mazapanes, más botellas de vino y otras tantas de cava, un pastel jugoso de fresa y yema tostada en el frigorífico, una botella de licor de avellana bien fría...
         La mujer no tiene apetito. Uno de los niños se ha acercado hasta ella y le ha deseado feliz Navidad entre titubeos y una graciosa media lengua. Ella le sonríe y le revuelve el cabello.
         -Hala, ve a jugar, cariño...
         Una luz destella a lo lejos, en la curva. Es un coche azul. Es... ¿es él? Sí, gracias a dios. Ha llegado, es su hijo. La mujer respira satisfecha.
         Ya es Navidad.


martes, 4 de diciembre de 2012

En un banco


         Lo malo de estar muerto es que ya no hay remedio. Son pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Contemplarse a sí mismo es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O pensar en el pasado. O recrearse en la muerte, en la soledad, en la inmovilidad. Lo malo de estar muerto es que ya no hay vuelta atrás, ya no hay reproches, no sirven. Los reproches nunca sirvieron para nada, y hoy tampoco ayudan. La brisa del jardín apenas me acaricia, se ha vuelto antipática. Este banco frío es antipático.
         Son muy pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Lamentarse es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O sufrir. O recrearse en la indiferencia del tiempo. Son muy pocas las cosas que uno quiere hacer cuando se ha ido. Sonreír es una de ellas. O fingir, encoger los hombros y fingir que todo sigue, que todo está bien, que nada ha cambiado. Lo malo de estar muerto es que sólo hay distancia. Entre el día y yo, entre los objetos y yo, entre la realidad y yo sólo hay distancia. Entre tú y yo, ahora, sólo hay distancia. El ruido lejano de la calle apenas me recuerda que ayer estuve aquí, el color de la hierba ya no me conmueve, la melodía triste del viento ya no me conmueve. Sólo el dolor lo hace, y el dolor es mío. Me conmueve porque es mío.
         Estoy dejándome llevar. En algún rincón oscuro de la conciencia se ha abierto una ventana. Estoy permitiendo que los lazos hirientes de la culpa se anuden y me asfixien. Si pudieras verme… Te colmaría de orgullo examinar mi derrota. Estoy dejándome arrastrar. Si pudiera verte… En algún peldaño mellado de la soberbia se ha abierto una brecha. Estoy consintiendo que el aire se escape, estoy cediendo al vacío.
         Lo malo de estar muerto es que te he perdido. Apenas quedan cosas que uno pueda hacer cuando se ha ido. Añorarte es una de ellas, es una de esas cosas que apenas quedan. O mentirme. O empolvar los motivos del corazón, diseñar de nuevo el engaño y maquillar los latidos. O rendirme. Porque lo malo de estar muerto, lo peor de esta vigilia que no acaba es que te he perdido.


martes, 20 de noviembre de 2012

Veneno


          Resulta muy complicado creerte.
         Noches enteras de ojos abiertos. Noches de cortinas oscuras que vigilan con sigilo y calma el horizonte de las calles, allá donde acaban, allá donde muere su repecho y se convierten en montaña pobre. Noches de cortinas quietas que patrullan por mí. Alguien viene, alguien se tambalea en mitad de la bruma, eres tú. Y no eres. Alguien baja la pendiente hiriendo con tacones de acero este silencio de seda, eres tú. Y no eres. Un destello en la pared del dormitorio, el reposo de mi pecho en mil pedazos, eres tú. Y no eres.
       Se puede hilar con veneno una trampa y servirla como una pasta de té. Se puede. Es la argucia de un corazón infectado. Y se puede morder esa galleta con ojos cerrados y alma ansiosa de fe, y morir después, y estar muerto sin saberlo. Se puede también. Es la inocencia de un corazón que camina a tientas entre espinos.
          Resulta muy complicado quererte.
         Tardes enteras de brazos abiertos. Tardes tibias de relojes cansados, de pianos descalzos, de vientos descaminados que se levantan con languidez, sin ánimo, con el ánimo de levantarme el ánimo marchito; tardes plomizas de pájaros mudos, de un sol que me mira fijamente sin querer mirarme, sin querer y sin quererme, que me juzga y se apiada, que me acusa y me condena, y que después me indulta; tardes difuntas de esperas sin fruto, de flores difuntas sin color, de mariposas torpes, de recorridos vagos, de murmullos arrugados; tardes intrusas de atardecer prematuro. Alguien baja la calle, eres tú. Y no eres.
         Se puede morir con tu veneno. Se puede. Yo puedo.
         Resulta muy complicado perderte.


martes, 6 de noviembre de 2012

El cerdo y la mariposa


         La culpa fue de ella, siempre fue de ella. Porque en su cabeza se había formado una idea equivocada, la idea absurda de un romance.
        Todo el mundo sabe que una mariposa no puede enamorarse de un cerdo, y, si lo hace, corre el riesgo de que la encierren en una jaula para mariposas locas. Además, un cerdo jamás se fijaría en una mariposa. Y, si lo hiciera, sería para después atraparla y comérsela. No repararía en ella como dama, menos aún como prometida; no ostentaría modales ni atenciones caballerosas, no se mostraría siquiera cordial o amable; sólo querría comérsela. Sería la conducta normal en un cerdo.
          La culpa fue de ella, siempre fue de ella. Se había distraído una mañana, una mañana tonta y aburrida de sol parsimonioso. Se había distraído saltando de flor en flor como una borrica hasta que dio, sin pretenderlo, con el charco de barro donde retozaba el cerdo. Quizá fue el cansancio de la mariposa, que no había dejado de saltar en toda la mañana, o quizá fue que era idiota sin más; la cuestión es que vio en aquel gorrino sucio a su príncipe azul, un color que distaba mucho del que en realidad lo envolvía. Lo vio y pensó que era el hombre de su vida, el héroe de su cuento de hadas, su futuro marido. No vio el barro ni la actitud holgazana del cerdo, no escuchó sus gruñidos de cerdo ni vio la porquería que se le escurría por las orejas. La mariposa sólo tuvo ojos para la belleza interna del animal, que debía de estar muy interna en aquel momento, a juzgar por la estampa de caca que lucía. Se enamoró de él, plenamente, sin reparos, sin prejuicios de ningún tipo. Se enamoró del cerdo abiertamente, y así se lo dijo: “Te quiero, cerdo”.
         Pero el cerdo no la oyó. Ni siquiera la había visto. Apenas percibió el revoloteo leve de la mariposa, que iba de un lado a otro con emoción y nerviosismo, cautivada, agitando frenética sus alas frágiles, tan sedosas, de colores horteras. El cerdo no escuchó su declaración amorosa; estaba inmerso en el disfrute de su retozar, estaba revolcándose feliz en el barro, estaba gozando de su recreo. Él no sabía nada de mariposas imbéciles que se enamoraban de cerdos. No era ése su estilo de vida.
        “Te quiero, cerdo”, repitió la mariposa. Y, como el cerdo no le hacía caso, ella volvió a repetirlo: “Te quiero mucho, cerdo”. Se lo dijo una y otra vez. Y después se acercó a él y se lo gritó a la cara, se lo gritó en las orejas, se lo gritó desesperadamente una y otra vez. Hasta que el cerdo, que seguía sin verla, dio un manotazo al aire y, sin querer, la despachurró.
          Pero la culpa fue de ella.


domingo, 21 de octubre de 2012

Desencajado


         Con los primeros fríos de mayo, apareció dibujada en el cristal la silueta de tu primer capricho. El cielo estaba más revuelto que nunca, mucho más agitado que entonces, y en él rompían las olas con furia, con enojo amargo e impaciente. En el tejado había un piano, y, junto a él, un hombre que no sabía tocar, y, junto a él, un niño que no sabía escuchar, y, junto a él, un gato sin vida que no sabía jugar. Hallé una alfombra en el aire, estrecha y azul, entre tu ventana y la mía, pero no encontré valor para caminarla. Siempre tuve miedo a las alturas. Había un sombrero colgado en la percha de la pared, muy cerca de la arena de la playa, y una mesita de noche en el portal.
          Con las primeras nieves de mayo, apareció dibujada en mis manos la huella de tu primera sonrisa. La calle había llorado esa noche y tenía los ojos hinchados. El semáforo de mi esquina había perdido la luz verde. Hallé un cuento mal escrito en el suelo del jardín, entre el río y la montaña, pero no encontré valor para caminarlo. Siempre tuve miedo a las alturas. En el vagón del tren había un acordeón viejo, y, junto a él, un cadáver que no recordaba la melodía, y, junto a él, un niño que no recordaba cómo apartar los ojos, y, junto a él, un muñeco de trapo que no recordaba el sendero de vuelta. Había una camisa sin botones sobre la silla, en mitad de las vías, aguardando a que el reloj sirviera el café. Había azúcar en los zapatos y galletas de madera en los bolsillos del pantalón.
         Con los primeros hielos de mayo, apareció dibujada entre las sombras el contorno de tu primer desaire. La niebla del amanecer se había dormido en el sofá y me miraba despacio, sin reproche. Tu ventana no estaba. La montaña no estaba. Sobre el puente había un violín desarmado, y, junto a él, un músico que fingía vivir, y, junto a él, un niño que fingía reír, y, junto a él, una gota de lluvia que fingía estar en calma. Me habría gustado subir a ese puente, pero siempre tuve miedo a las alturas. Me habría gustado fingirte allí. Y dar color, desde arriba, a este mundo desencajado.


domingo, 7 de octubre de 2012

Niño sin regalo


         Ocurrió una mañana de invierno y chocolate. Ocurrió mientras tú dormías. El niño se levantó de la cama y corrió a buscar el regalo de cumpleaños. Lo halló en la mesita del recibidor. Era una pelota roja. Y con tanto entusiasmo se abrazó a ella que se le escurrió y salió despedida. La pelota botó en el suelo varias veces y después escapó por la ventana, rompiendo el cristal. El niño bajó la escalera a toda prisa y persiguió la pelota calle abajo. La perdió de vista, y se detuvo. Miró a su alrededor y descubrió en un portal a una niña que jugaba con un muñeco de trapo.
          -Estoy buscando una pelota roja –dijo el niño sin regalo.
          -¿Es muy importante para ti? –le preguntó la niña. Y él contestó:
          -Si no la encuentro, seré infeliz.
         La niña le indicó el camino por donde se había alejado la pelota, y él corrió tras ella. La divisó al final de la calle, botando entre unas cajas de cartón. Luego, la perdió de vista. El niño se detuvo y miró a su alrededor, y descubrió en un portal a una mujer que jugaba con un gato.
          -Estoy buscando una pelota roja –dijo el niño sin regalo.
          -Te echan de menos en casa. ¿Por qué no regresas? –le preguntó la mujer. Y él contestó:
          -Si regreso sin ella, seré infeliz.
         La mujer le mostró el lugar por donde se había alejado la pelota, y él corrió tras ella. La avistó en un callejón, botando entre unas latas y una bicicleta abandonada. Luego, la perdió de vista. El niño se detuvo y miró a su alrededor, y descubrió en un portal a un hombre que jugaba con una escopeta de caza.
          -Estoy buscando una pelota roja –dijo el niño sin regalo.
          -Hay juguetes mejores que una pelota. ¿No quieres conocerlos? –le preguntó el hombre. Y él contestó:
          -Cualquier otra cosa me haría infeliz.
         Ocurrió una mañana de bruma y luces tibias. Ocurrió mientras tú dormías. El niño se levantó de la cama, hecho mayor, y corrió a buscar el regalo de cumpleaños. Lo halló en la mesita del recibidor. Era una pelota roja. Y con tanto entusiasmo se abrazó a ella que la hizo desaparecer.
          Y, mientras tanto, tú dormías. Una mañana de miel.


jueves, 27 de septiembre de 2012

El perro del vagabundo


         El destino de cada hombre no siempre es exclusivo del que lo disfruta, o del que lo padece, sino que suele compartirse con alguien más: una mujer, un hijo, una hermana, un perro... Como, pongamos por ejemplo, el perro de este pobre hombre, o de este hombre pobre.
         El animal no tuvo nada que ver con la mala gestión de sus acciones, o con el descalabro de su empresa, otrora boyante, o con el continuado despilfarro de su dueño. El animal no dijo ni media palabra durante todos aquellos años de obnubilado y ciego comportamiento. El perro, qué culpa tuvo el angelito, asistió impasible a la caída vertiginosa de su amo en las finanzas.
         Tan impasible como ahora, que, sentado a medias en el portal de una casa vieja, muestra a los viandantes su porte orgulloso y jadeante, mientras aguarda con infinita paciencia y cariño a que su dueño acabe de rebuscar en los contenedores. El animal no entiende de pobrezas o de caprichos. Si acaso, de frío o de humedad; no se duerme igual en la calle que en aquel lejano salón comedor, tan confortable como un jardín de algodón tibio.
         -Nada -dice el hombre.
       El perro se incorpora y se acerca a su amo. En el corazón del animal hay una sonrisa tan grande como la mansión en que antes vivía.
         -No hay nada, Gabi. Vámonos.
         El hombre echa a caminar y el perro lo acompaña, muy de cerca, procurándole su aliento. El animal tiene hambre y no sabe cuándo llegará el momento de comer alguna cosa. Por un hueso podría estar ladrando hasta enmudecer.
         Pero por una sonrisa de su dueño, podría maullar y volar como un pájaro.


domingo, 16 de septiembre de 2012

Su estrella


           Se ha quedado solo. Cuando más la necesitaba, la ha perdido. Es un niño grande y vacío. Tenía una estrella y la ha perdido. El cielo se le ha quedado oscuro. Apenas hay nubes, apenas hay brisa en la frente de las casas, apenas hay vida ahora en sus manos vacías. Apenas quiere latir su corazón. Apenas quiere. Es un niño grande deambulante. Va caminando del dolor al llanto, del llanto al dolor, apenas descansa, apenas hace un alto, va caminando del dolor al cielo oscuro. La noche se le ha quedado grande. Apenas ve nubes, apenas oye risas en las barrigas de las casas, apenas hay vida ahora en sus ojos vacíos. Apenas quiere latir su corazón. Apenas quiere. Es un dolor grande deambulante. Va caminando de la herida a su fotografía, de su fotografía a la herida, apenas descansa, apenas hace un alto, va caminando de la herida al cielo oscuro. ¿Dónde está su estrella? Hace un momento la tenía, hace un momento lo guiaba. Pero se ha perdido, pero se ha perdido. ¿Dónde está su estrella? El cielo se ha quedado solo, como él. Apenas hay luna, apenas hay prisas en las calles, apenas hay vida ahora en sus gestos vacíos. Apenas quiere latir su corazón. Apenas quiere. No, apenas puede. Es un lamento grande deambulante. Va caminando del alba al ocaso, del ocaso al alba, apenas descansa, apenas hace un alto, va caminando del alba al cielo oscuro.
         En la mesita de noche, el niño grande ha encontrado una caricia abandonada. Es todo cuanto le queda. Es todo cuanto queda de su estrella. Se ha quedado solo. Cuando más la necesitaba, la ha perdido. Es un niño grande y vacío. Tenía una estrella y la ha perdido. Y ahora su propia vida le es ajena. Su noche se ha hecho eterna y oscura. Se ha quedado solo. El cielo se ha quedado solo. El invierno se ha quedado solo. Apenas hay nieve, apenas hay frío. Apenas hay vida en su vida vacía. Está solo. Ha perdido su estrella, ha perdido su alegría. Apenas hay alma en su abrazo vacío. Apenas hay nada.
           Cuánto la quería... Ahora, apenas le queda nada.


domingo, 2 de septiembre de 2012

Piezas tuyas


         Hay un revuelo de ti en cada lugar, en cada sendero que piso, en cada viento que respiro, en cada viaje, en cada mejilla y en cada beso nuevo. Hay perfumes tuyos en cada habitación del hotel. La sonrisa del camarero es tuya, las manos amables del botones también. Me han enviado una chica al acabar la cena, y su ternura es tuya. Su amor prestado me resulta muy familiar, el negocio de sus caricias me recuerda demasiado a ti.
         Se ha marchado sin mediar más mentiras, y su brusquedad es tuya.

         "Estimado pasado:

        Apenas ha transcurrido un mes, y ya se ha espesado la niebla. Sólo un mes, y ya se ha hecho grande la añoranza. Llevo un desgarro en el tejido que cubre mis sueños. Es una estupidez intentar obrar un remiendo. La cicatriz lucirá mañana como el trazo de una mano joven y temblona. ¿Qué hay de ti? Me gustaría conocer tu rutina, ahora que no me pertenece. Sería maravilloso encontrarme unas líneas en el buzón. ¿Me escribirás? Si lo hicieras, sé piadoso. Omite los colores y el alba, no me hables de la música y tampoco de la miel que ayer recogí de sus labios. Si me escribieras, sé generoso. Necesito bálsamo para la herida y consuelo para las noches. Cuéntame que la viste un día asomada a su ventana, sé generoso, cuéntame que una lágrima moribunda se deslizaba por el dorso de su mano, y que era por mí, sé generoso, cuéntame que me evocaba.
        Apenas ha transcurrido un mes, y ya se ha empañado el cristal."

        
         Hay un revuelo de ti entre la gente. Piezas tuyas derramadas en cualquier lugar. Tu risa en cualquier conversación. Hay un revuelo de ti flanqueando mis pasos, una espiral de dolor y locura adornando las calles que camino.
          Me marcho sin mediar más mentiras. Y mi brusquedad es tuya.


lunes, 20 de agosto de 2012

Fragilidad


         Su corazón es débil. Su alma es un juguete, una figura de cristal tallado. Su vida es un regalo sin abrir. ¿Qué se esconde al final del camino? ¿Quién la espera? ¿Es hoy el día? Su sueño es esquivo, tentador como el chocolate, y descansa bajo llave, celoso, en un cajón oscuro.


         Su felicidad es frágil. Su ilusión es quebradiza como el hielo. Su vida es un secreto susurrado al oído. ¿Qué se oculta al final del camino? ¿Quién la espera? ¿Es hoy el día? ¿Es esta primavera? ¿Quién es? Dime, ¿quién eres? Su sueño es escurridizo, hiriente como el filo de una noche cerrada, y descansa bajo llave, ajeno, en un cajón oscuro.


         Su amor es delicado y tenue. En sus manos, enredada entre los dedos, tiene una caricia. Y un beso pequeño en los bolsillos. Su inocencia es verdadera. Su vida es el agua de un río. ¿Qué le reserva el final del camino? ¿Quién la espera? ¿Es hoy el día? Su sueño es huidizo, amargo como el veneno de una sospecha, y descansa bajo llave, impaciente, en un cajón oscuro.


         Su locura es frágil. Su vida es la niñez de una promesa.


domingo, 12 de agosto de 2012

Miedo


         Detrás de mí. Con cada paso, un latido. Detrás, más allá de mí. Más lejos ahora, más distante si esquivo el hueco de las miradas. Las manos cerradas, insatisfechas. Más cercano después, ahora, si tropiezo con los vaivenes del reloj.
         Camino perdido. No es soledad, ni desamparo. Camino perdido por un azar inquieto de amaneceres muertos, de albas marchitas, de luces oscuras, malogradas. Camino desfallecido entre ocasos de alientos podridos. No es desamparo, ni soledad. No es descuido, ni abandono. Es temor, es miedo. Es espanto, a veces, cuando tropiezo con los vaivenes del reloj.
         Detrás de mí. Camino perdido detrás de mí. Con cada paso, una herida. Pero no es soledad, es desamparo. Detrás, más allá de mis recuerdos vacíos, más allá del camino perdido, detrás de mí, distante si te esquivo, cercano ahora, junto a mí, si tropiezo con las agujas, con su vaivén, con su juego macabro, con su destino. Las manos cerradas, satisfechas. Pero no es descuido, es abandono. Y también es temor, es miedo. Es espanto, a veces, cuando acaricio el rencor de tu mirada.
           Detrás de mí. Puedo verte. Camino perdido. Con cada paso, más cerca la locura. Detrás, más allá de mí, del camino perdido, distante si te esquivo. Puedo verte. Puedo sentir tus latidos, las manos cerradas, puedo sentir tu ansia y mi propio desmayo. Allí, distante sólo si te esquivo, detrás de mí. Con cada paso, más cerca tu locura. Es soledad, y desamparo. Es descuido, y abandono. Camino desfallecido entre mentiras, entre tu odio y el mío, entre mi niñez y tus brazos podridos.
            Tengo miedo.


martes, 24 de julio de 2012

Sin nombre


Calle abajo, calle va,
este hombre sin nombre, sin señas,
sin más abrigo que una mueca,
sin otro equipaje que su alma hueca.

Noche abajo, noche va,
este hombre sin nombre, sin huella,
sin más alivio que un retal de brisa en la nuca,
sin otra luna a cuestas que su luna vieja y gastada,
sobre él inclinada,
vértigo entre azoteas,
chiquilla antigua, coqueta,
sabia locura de plata, locura inquieta,
abrazo de pólvora y hojalata,
amor noctámbulo, imposible,
lágrima lenta, lágrima quieta, lágrima presa,
su luna usada y arrugada,
poesía de lluvia, hambre y madrugada,
niña anciana de baile primitivo,
señora de antojos, capricho de sangre.

Vida abajo, vida va,
este hombre sin nombre, sin identidad,
sin más consuelo que su muerte prometida,
bálsamo cercano, ansiado,
sin otro pecado que soñar,
sin otra culpa que enamorar,
vagabundo entre fervores,
inocente de aceros, insensato corazón,
estudiante de ardor ligero,
puñal de barro entre las manos,
pañuelos de seda oscura, de dolor,
alba perezosa, somnolienta,
que enreda su deseo con arte buena,
sin maldad, a tientas,
que anuda en su cuello un lazo de pobre aliento,
de escaso aliento.

Arroja un beso al viento,
hombre sin nombre,
arroja un beso al viento,
y muere,
hombre sin nombre,
que ya nadie te quiere.


domingo, 8 de julio de 2012

Epistolares (IV) - Abismo


           Estimada mía:


Apenas alcanzo a respirar. Me aprietan las cadenas, me ciñen con desmedida fuerza a la cama. He intentado pedir auxilio, y el sólo esbozo del gemido me provocó un leve desmayo. Apenas alcanzo a respirar. El rumor lejano de mis propios latidos me atormenta y asfixia, como una letanía envenenada que suspende la coherencia del pensamiento y lo enturbia, y que acaba tensando aún más las cadenas. Me ahogo, estimada mía. Me ahogo, y es por mi bien.
A ambos lados de la cama se extiende un abismo. He mirado en su interior y no he encontrado nada. No hay rastro de sufrimiento, ni de consuelo. No hay dolor ni arrumacos. No he divisado locura, tampoco sensatez. Sólo abismo. Ni luz cegadora ni oscuridad tenebrosa; sólo abismo. Insalvable y profundo, mudo, cercano y tentador, a un lado y a otro de la cama.
Me ahogo, y sé que es por mi bien.
Te escribiré.


lunes, 25 de junio de 2012

Lo que hice ayer


         La misión que he tenido, la que con más afán he llevado a cabo, ha sido perderte. Fue una misión secreta, incluso para mí. Ha sido el trabajo más minucioso que jamás he realizado, mi mayor hazaña. Y, como siempre ocurre cuando se pone empeño en cumplir bien un propósito, el resultado fue satisfactorio. La misión fue un éxito. Te perdí, te aparté de mi vida. Una maniobra impecable.
          Lo que sucede es que ahora no encuentro el regocijo, no sé dónde he puesto la euforia. Por más que lo busco, no encuentro el entusiasmo que dejan las buenas obras. En los cajones del armario no hay ropa, sólo trampas. He resuelto organizarme, pero sucede que ahora no encuentro el humor de ayer, no sé dónde he guardado el sarcasmo. Por más que las busco, no encuentro las bromas con que burlé entonces la madrugada. En las hojas del calendario no hay fechas, sólo trampas. He resuelto organizarme, pero sucede que ahora no me encuentro, sucede que ahora todo está cambiado. En los reflejos del cristal no hay miradas fugaces, sólo trampas.
         Debiste gritar que te dolía, o que la noche te hacía temblar, o que te daba miedo cruzar la calle sola. Debiste hablarme al oído. Debiste enseñarme a escuchar, a entender lo que decías. Debiste hacerlo.
         A lo que he brindado mi tiempo, a lo que más tesón he puesto en mi vida, ha sido a perderte. Fue una labor misteriosa, incluso para mí. Ha sido el trabajo más escrupuloso que jamás he realizado, mi mayor proeza. Y, como siempre ocurre cuando uno se entrega por acabar bien su tarea, el resultado fue satisfactorio. Lo que hice ayer es francamente insuperable.
          Ya ves, me dediqué a perderte.


miércoles, 13 de junio de 2012

El suelo es el cielo de los viejos


         Porque buscan recorrer una senda que todavía no han caminado, y tienen miedo de no poder hacerlo. Porque los apremia el tiempo, la asfixia del tiempo, el tictac de la sangre en el cuello, el tictac de las puestas de sol, tan turbias, tan premonitorias. Porque creen encontrar algún tipo de alivio, porque con ello aplacan las dudas, se desvanecen los vacíos, porque el cielo es firme y admite pisadas blandas, porque el cielo es firme y soporta el titubeo de la vejez, porque el cielo de los viejos no reprocha los espantos, sino que a ciegas los abraza, sin sermones, sin regaños de pobre. Porque van en busca de un sendero sin más revueltas, porque ahora los consuela el llanto de madera del bosque, porque necesitan advertir las espinas antes de que lo hagan sus pies, porque el corazón se les hiere sólo con rozarlas, porque ya no hay otra cosa que astillas. Detrás de ellos va quedando un reguero de vida y recuerdos. Hay memorias nítidas de una alegría distante, de una noche y de un mar, de unos ojos y de un mar, y hay memorias confusas de amaneceres repetidos, de atardeceres multiplicados sin color. Hay memorias que aún lastiman, que fortalecen, y otras que apenas inquietan el alma, que la estrangulan. El dolor duele, ríe y hace grande la vida, y la inercia de una armonía insustancial exaspera los deseos. Porque no les queda otro sueño que seguir caminando, porque no les queda otra prudencia que caminar. Porque compadecen su propia debilidad, porque lloran llantos secos de madera, como el bosque, porque ensombran con sus figuras corvas el atajo de tierra, porque entierran sus quimeras nuevas en esta vereda estéril de espinas, de sólo astillas, y las abonan con plegarias gastadas. Porque mudan los ojos en locura cuando los besa el viento, cuando los golpea el viento, cuando zozobran por el viento. Porque su locura muda en calma cuando el tormento de los huesos remite un poco, cuando el tormento del tictac amaina un poco. El suelo es el cielo de los viejos y consiente, una a una, sus pisadas blandas, y no reprende quejidos ni temores, y no castiga incertidumbres. Porque buscan alcanzar un mañana de seda y terciopelos blancos, porque aún no quieren rendir la vida, porque no regalan culpas al futuro, porque no arrepienten faltas del pasado, ya qué importa, porque rabian deslices de fe, ahora que por fin asoma, porque el tiempo ahoga con sus dedos de alambre, porque no queda aire en el camino. El cielo es firme y aguanta la embestida humilde de los viejos.


domingo, 3 de junio de 2012

Es ella


         Tiene brillo, tiene algo en los ojos, algo en los ojos, hay color rojo en el rojo de su mirada, tiene textura de vida, tiene aliento, tiene la fuerza del tiempo, la fuerza del tiempo, en los ojos, en su vida, tiene color azul en el azul de su sonrisa, es el acorde mudo de una canción marchita, es la imagen confusa de un reflejo, la imagen del miedo, es algo que hay allí, en el lugar que ocupa, dentro y fuera del lugar que ocupa, y tiene algo de un color impreciso que imprecisa su figura, tiene color, y eso es algo que nada tiene, color y fuerza, y presencia, y aroma a chocolate, y es suave como una promesa, y brilla, y quema, y consuela, y tiene recuerdos de color verde en el verde de su risa, y camina por encima del tiempo, y le roba su fuerza, y nos llora, y tiene un llanto que quema, que no consuela, que acobarda, que duele, que se pierde en un laberinto de bobos.
         -¿Es ilusión?
         -No.
         Y vuelve, y trepa, y se burla del tiempo, siempre se burla del tiempo, y le roba su fuerza, es el ladrón de su fuerza, y vuela por encima del pasado, y huele a caramelo, a caramelo caliente, y tiene algo en los ojos, algo blanco, algo gris, algo de un color vago, sin color, y es el acorde silencioso de una caricia, el instrumento burdo de una orquesta sin músicos, de una orquesta sin músicos, los músicos se han ido, y queda ella, con color, con fuerza, la que le robó al tiempo, y nos mira, y se burla, y nos pierde en el laberinto de bobos, y se ríe, y su risa es verde, el color verde del cielo, de la noche, y es un reflejo irreal, no existe, pero atormenta la vida, la disuelve.
         -¿Es música?
         -No.
         -¿Y adónde han ido los músicos?
         -Están muertos.
         -¿Y adónde han ido?
         -No lo sé.
        Ella tiene brillo, eso sí lo sé, tiene algo en los ojos, y su estructura de vida nos confunde, y me regala el chocolate de sus labios, y ocupa un lugar allí, en el lugar que tanto ocupa, dentro y fuera, y tiene color, es azul, es roja, es verde, es blanca, y negra, y gris, y está en el laberinto de los bobos, y nos acerca de la mano, y nos escucha, cuánto alienta que nos escuche, y tiene algo en la mirada que congela el pensamiento, y es suave como la memoria, la de las cosas que añoramos, y tiene la fuerza del tiempo.
         -¿Es dolor?
         -No.
         -¿Qué es?
         -Es ella. Nos está esperando. A todos.


domingo, 27 de mayo de 2012

Epistolares (III) - Mercado


           Estimada mía:


Hoy salí a conocer la ciudad. Salí a caminarla, a respirar el aire de sus calles nuevas. Me detuve en el mercado, y allí me detuve. Fue el aroma amable de la fruta en los puestos, fue el atropello dulce de las conversaciones, la risa de un niño descamisado, el baile apresurado del tendero, de sus manos, el ir y venir de mis recuerdos desleídos entre las cajas de madera. Me atrapó el pasado, y allí quedé atrapado.
Imagino, estimada mía, que tan sólo transcurrió un minuto, que mi delirio no fue más que una brevedad melancólica, una broma fugaz de mi mente enredada, pero alguien atisbó mi naufragio y me arrojó un cabo, pero alguien, a pesar de mi tímida y fugitiva locura, atisbó el naufragio y me arrojó un cabo. Me arrojó una sonrisa, y a ella me aferré, y abrazado a ella quedé flotando en mitad del océano.
Alcancé la orilla poco después. Desembarqué de mi fantasía. Regresé al hotel, a la habitación desnuda.
Te escribiré.


domingo, 20 de mayo de 2012

La llave


         Mario se ha dejado abiertas las puertas del corazón, y la corriente está enfriándole los pies. Si sigue así, cogerá un resfriado. Hoy tiene una cita a las seis. Su chaqueta azul, la que se pone los sábados para ir al cine, está plegada sobre el sofá, aguardándolo. La chica es bonita. Se han conocido en el trabajo. Es amable con él. Está preocupado porque no quiere estropear el encuentro. Cuando la vea, ha de sonreír. Una sonrisa es un regalo, es como una bandejita de pasteles. Para ella, pasteles para ella. Lleva sonriendo desde la semana pasada, pero no se ha dado cuenta. Desde que fijaron la cita. Ha dedicado una hora a planchar la camisa y otra a recortarse la barba. Está satisfecho. Los zapatos se han quedado algo viejos, pero aún lucen elegantes. Si tuviese la llave, cerraría las puertas y evitaría esa corriente, pero no la tiene. El resfriado es un riesgo que vale la pena asumir. Sólo hay una nube en el cielo, detrás de la iglesia. Parece una postal de primavera. Cuando la vea, se lo dirá. Le dirá que hoy el cielo parece una postal de primavera. A las mujeres les gusta escuchar esas cosas, y a él le gusta decirlas. En el trabajo no puede hablar con ella. Lo tienen prohibido. Únicamente en la sala del café, pero apenas hay tiempo. Abordarla en la salida fue un gesto muy valiente. Se siente orgulloso. Se siente muy bien. Está tarareando algo. La chica es bonita. Cuando la vea, le dirá que hoy el cielo, con ella y con la nube en la iglesia, parece una postal de primavera. Se ha echado unas gotas del frasco verde, del perfume que usó en la boda de Alberto. Es un frasco tan pequeño y tan caro que hay que andarse con ojo. Enseguida se acaba, en un descuido. Se ha echado un poco más. Es por ella. El latido también. El color de las mejillas también. Las cinco. Una hora para verla. Un cosquilleo raro en las manos. La camisa está perfecta, Mario. Los zapatos no parecen viejos. Y él aparenta hoy algunos años menos. Se lo ha dicho el espejo antes. El espejo no miente. Ha apagado la luz y se ha marchado. Si tuviese la llave, cerraría las puertas, pero no la tiene. En la calle apenas hay ruido. Cuando la vea, le dirá que está nervioso, que no quiere estropear el encuentro. Bueno, y también le dirá que el cielo, con ella, parece una postal de primavera. Y que no es la única chica en el mundo que camina con muletas, que él la prefiere así. Y ha de sonreír, que no olvide sonreír, que es un regalo. Pasteles para ella. Y luego le preguntará si quiere ir al cine, o a dar un paseo. O si se siente con ganas de intentarlo de nuevo.


lunes, 14 de mayo de 2012

Gotas de agua


         Nacieron, primero, en tus ojos, pequeñas y temerosas, diminutas como brotes de un poema, y luego se escurrieron por tus mejillas calientes, por tu rostro caliente. Nacieron, primero, en la caricia que son tus ojos, y luego las robé de tus labios y las conduje en brazos hasta los míos, y las besé, gotas de agua diminutas como brotes de una melodía, gotas diminutas de tinta en mi pecho, que, por ti, es hoy un pentagrama.
        Durante días, he guardado esas lágrimas tuyas bajo la almohada, he jugado con ellas cada noche, les he confesado mis temores, mis sueños, mis secretos, y esta mañana, con la primera luz, las arrojé al viento, las arrojé desde mi ventana al viento, como un regalo, como una promesa. Las vi resbalar, pequeñas y temerosas, por las mejillas del amanecer; las vi sembrarse en el suelo, diminutas como brotes de una tormenta, gotas de agua limpia y triste, semillas de agua enamorada. Durante días, las guardé bajo mi almohada, esas lágrimas tuyas, diminutas como brotes de melancolía, esas lágrimas tuyas, y las besé, gotas de agua enamorada, y con ellas humedecí los labios y el alma. Las arrojé esta mañana al viento, las arrojé desde mi ventana al viento, gotas de agua enamorada, simiente de amor que duele, y las vi resbalar, pequeñas y temerosas, por las mejillas del tiempo, por las mejillas del alba. Las vi resbalar, más allá de mis fuerzas.
       Nacieron, primero, en tus ojos, y luego las robé de tus labios. Surgieron, después, de las entrañas de una nube blanca, y las robé del cristal de mi ventana, creyéndolas tuyas. Amargo y estrecho es el día sin tu dibujo, amarga y estrecha es también la espera. He mendigado un consuelo en la calle, he buscado tus lágrimas por todas partes, he llegado a confundir el espanto con deseo. La lluvia sólo es un remedo, la lluvia sólo es burla. La gota de agua de un grifo mal cerrado me recuerda a ti, y su tintineo me estrangula. Gotas de agua enamorada, esas lágrimas tuyas, que guardé bajo mi almohada durante días, durante horas huérfanas de ocaso, gotas de agua enamorada, esas lágrimas tuyas, pequeñas y temerosas, gotas de agua diminutas como brotes de primavera, gotas diminutas de aliento en mi pecho, que, por ti, es hoy un manantial de vida.


lunes, 7 de mayo de 2012

Testigo


         No entiende de amor, pero siempre es testigo impertérrito. Ha presenciado, desde que el primer rayo de luz le cegó los ojos hasta hoy, la declaración del amante más artero y el suspiro más carente de cautela de una amada; ha presenciado el lamento moribundo del amante malherido y la súplica a destiempo de la amada, tan amada; ha presenciado la ofrenda del amante ofuscado y el menosprecio ostensible de la amada, que no se sintió amada.
         A sus pies, hombres enteros se han deshecho en llanto. Ha visto a mujeres consumirse de dolor por un desengaño. Ha visto a las niñas tirar de los pétalos de una margarita, las ha visto reír con arrobo y con recato de menta y primavera; ha visto al muchacho que quiebra su juventud limpiando el rastrojo, jurar su vida por los labios de una joven no primeriza, y lo ha visto luego, el día que siguió a la conquista, jurar su nombre al cielo y rubricarlo con sangre. Ha visto morir al hombre que acarició sin licencia un cabello; ha visto a una mujer de ojos perdidos regalar su vida al viento después de que un alba fría se llevara en brazos a su marido; ha visto crecer una sonrisa en el rostro blanco de un niño con el paso ligero de una muchacha, y ha visto a esa muchacha, vestida de domingo y caramelo, devorar la risa del niño y saciarse con ella, y caminar así con más firmeza.
         -Soy testigo de un amor que no entiendo –murmura-. Soy testigo, a veces, de un sufrimiento que no entiendo.
      Con el atardecer, una pareja se refugia en su falda. Hay arrumacos de seda y manos entretejidas, hay silencios que pesan como el plomo, hay lluvia en la mejilla de la chica, hay besos amargos que flotan entre los labios y cabecean como barquitos de papel, hay un columpio de miradas marchitas. El de esta pareja es un amor imposible, es un amor no consentido por los demás. Hoy dicen adiós al mundo, lo dicen juntos, lo dicen ligando un abrazo. Se marchan juntos para burlarse de la censura, para que nadie vuelva a alzar una voz hiriente, para reírse por fin del miedo, para bailar mil noches entre hogueras de prejuicios, para que aquéllos que no aprobaron sus deseos acepten por la fuerza sus destinos. Se marchan juntos, viajan en la carroza del ocaso. Y él es testigo.
       A la luz clara del día, que amanece entre temores, los cuerpos de los amantes semejan muñecos de cera. Están tumbados a los pies de un olmo centenario que parece intentar, con sus ramas densas, protegerlos tardíamente del mundo. De sus hojas se desprenden con lentitud las gotas menudas del rocío. El rumor temprano e inquieto de los pájaros revela al pueblo la tragedia. No hay sorpresa, sino pena.
         Cuenta un niño que estuvo allí que las gotitas de rocío cayeron todo el día de las hojas del olmo. Dice que lloraba.


domingo, 29 de abril de 2012

Inventarme la vida


         No es fácil, pero me empeño. He aprendido a comprar el pan y a no comerlo. He aprendido a mirar el espejo y a no juzgarlo. Me duelen los senderos del jardín, me aprietan los pies. Por las tardes, el sol se me destiñe. Pobre sol, que antes fue tuyo y ahora no tiene a nadie que lo saque a pasear, a nadie que le preste un mimo. No es fácil, pero me empeño. Me empeño en inventarme una vida que hoy parece prestada. Me empeño, me insisto, pero no es fácil. Me duelen los colores, me aprietan el aire. Por las noches, la brisa se desnuda en mi ventana y borra tus huellas. He aprendido a no mirar tus pisadas, a sortearlas de puntillas. He aprendido a olvidarme contigo. Ya no quiero que nadie me desordene el gesto. Que nadie venga, que nadie quiera. He aprendido a no juzgarme, a no mirarme. Estoy inventándome una vida repleta de medias noches, escasa de luces. Me empeño, ya sabes cómo me empeño frunciendo caprichos. Aunque no sea fácil. He aprendido a correr el agua en las manos y a no beberla. He aprendido a soñar las madrugadas, a pintarlas de fresa, de la fresa que fue tu boca en aquel teatro. Que nadie venga, que nadie añore, que he comenzado a inventarme una vida sin ti. Que nadie moleste ahora.
         Ahí va la niña de azul, calle abajo, con lazo y caramelo. Ahí van sus ojos de muñeca, con pestaña y caramelo, mirando el mundo dos veces. Me sonríe, no sabe quién soy pero sonríe. Le sonrío. Alguien le ha traído un beso esta tarde; lo lleva sujeto con un cordel, apretando fuerte los dedos para que no se le vuele. Ahí va, calle abajo, niña hermosa de azul, niña de lazo, pestaña y caramelo, ojos grandes, de abismo inmenso, labios de vértigo suave y seda roja, mejillas de rubor nocturno. Ahí va, niña azul, caminando para mí, caminando conmigo, y yo, enredado en los destellos de su pelo, caminando con ella, acunado en su inocencia. Niña azul de versos rizados, niña de cristal y primavera temprana. Yo contigo, si tú quieres.
         Que nadie moleste ahora, que nadie venga. Que me dejen en paz la pena y el invierno, que se vayan, que no me añoren. Que estoy inventándome la vida.


sábado, 21 de abril de 2012

Del diario de otra farola


         Esta madrugada he vuelto a ver al anciano de los medios resuellos. Se le ha caído otra vez un recuerdo, en un descuido, y la calma se le ha quebrado como si fuera cristal. Estuvo un buen rato apoyado en la persiana de Julio, el de la imprenta, desempolvando nostalgias sin querer, hurgándose en las heridas secas. Luego, levantó la cabeza y arrastró los pies calle arriba. Dejó un rastro de pena, un rastro de caracol melancólico y derrotado, una estela suave que me duele.

         Javier continúa visitando a escondidas a Margarita. Sus hijos lo saben, y se burlan de él, se burlan de su prudencia. Porque Margarita es viuda, como él, y no hay necesidad de esconderse de nadie. Pero ellos se ven cada puesta de sol en la esquina, frente al estanco, uno fingiendo que lee el periódico y la otra fingiendo que riega las macetas, sin agua, con alegrías de veinte años. A veces se hace tarde y Margarita le presta una rebeca para que no coja frío, y entonces, creyendo que nadie los mira, se rozan los dedos.

       Hoy he visto a la niña de los ojos grandes, la de las trenzas, la de las gafas grandes. Pobrecita, se ha caído jugando y se ha hecho un corte en la rodilla. Sus compañeros de clase la llaman el buzo, porque dicen que uno puede sumergirse en el agua con sus gafas. Pero hoy nadie se mete con ella porque va luciendo una venda en la rodilla, y la sangre siempre espanta las bromas de los niños. En su lugar, le han ofrecido un caramelo.

         El hermano de Félix se ha comprado un coche. Lo ha estrenado esta tarde. Se le notaba ansioso por mostrárselo a Adela, la de la tienda de frutos secos. Ha dado vueltas y vueltas a la manzana con el coche hasta que quedó libre un hueco cerca de su tienda, y la ha esperado más de una hora, abrazado a un cigarrillo. A Adela le ha gustado mucho el coche. Pero a Bruno no le ha gustado nada. Porque Bruno es un muchacho que, por ver a Adela cada día, se ha puesto gordo de comer cacahuetes. Ahora maldice su suerte y, cuando cree que nadie lo mira, llora dentro de un pañuelo.

         Esta noche, la luna me mira distinta. Como si no me conociera. Yo creo que está mayor, igual que el anciano de los medios resuellos. Son demasiados años. Girando y girando, sin descansar un minuto. Yo creo que se nos muere cualquier día, que hace viudo al sol una mañana, sin avisar. Porque son ya muchos años trazando estelas sobre nosotros. Porque tiene el corazón roto, igual que Bruno. Porque extravió su ilusión de luna joven hace tiempo, y ya no le quedan sonrisas.


sábado, 14 de abril de 2012

Epistolares (II) - Bruma


           Estimada mía:


A mi llegada, no encontré otra cosa que gente extraña y bruma. Había anochecido profundamente, perpetuo e incómodo viaje, y en las calles desconfiadas de esta nueva ciudad no hallé un sólo gesto amable; no hallé un sólo gesto, en realidad. Noche, recelo ajeno y más noche. El recepcionista del hotel apenas levantó la mirada un instante de su libro enorme y deslavazado. Apenas lo alteró mi presencia; apenas me conmovió su displicencia, en realidad.
Amanece ahora, más allá de las cortinas, más allá del horizonte desgarrado. Un sol enfermo se pone en pie con dificultad, desafiante, con la calma tediosa de un anciano moribundo. Empapa los tejados con su luz primeriza, irrumpe en este dormitorio roñoso y desnudo, en este ajeno y desangelado rincón, aún más horrible sin su disfraz de penumbra. Desordena y destempla mi ánimo también, luz hiriente, antipática, suspicaz. Se interpone entre mi nostalgia y mi rencor, entre la duda y el temor, entre la ansiedad y el hastío.
Dormiré todo el día. Soñaré sin soñar sueño alguno. Anhelo el regreso de las sombras, de la noche dulce y fría, de su bruma.
Te escribiré.



sábado, 7 de abril de 2012

Un ángel


         Un andén al mediodía, gente que va y viene, gente con prisa, transeúntes con cara de pocos amigos y algún despistado que no sabe muy bien adónde le llevará el próximo tren.
       Ella aparece de pronto, entre el tumulto, y yo dejo de lado el pensamiento. Lo normal, en estos casos, es contemplarla un momento, muy breve, y luego desviar la mirada para guardar las formas y conservar la entereza. Lo normal, digo, que no lo que deseo. Lo que deseo es observar cómo camina entre la gente, sorteando de uno en uno a los desconocidos, flotando sobre sus pies con la suavidad de una pluma. A lo mejor es un ángel y acabo de volverme loco, no me extrañaría. A lo mejor, entre la gente, no hay nada, sino un hueco casual, el hueco que ella ocupa en mi imaginación.
         Me levanto, por si acaso, y doy un paso al frente. Quiero cruzarme en su camino. Aspiro a rozar el aire que desplaza, si es que existe, si no es cosa de mi mente embotada. Aspiro, si no es mucho pedir, a deleitarme con su perfume, cualquiera que sea. Me coloco casi al borde del andén y allí espero a que ella tropiece conmigo. Pero no tropieza, ni se cruza siquiera en mi camino. Ya no está. Ha vuelto a su lugar entre las musas.
         El tren, menudo estruendo, irrumpe en la estación y todos nos empujamos como locos por hacernos un hueco en el vagón. Mira tú por donde, hoy encuentro un sitio libre en que sentarme. Estoy cansado y celebro interiormente haber tenido fortuna. Todo el día de un lado para otro, aquí y allá, venga a caminar y caminar... A mi lado, una joven abre un libro y se dispone a leer. La gente tiene mucha costumbre de leer en el transporte público porque...
         Es ella. Jesús, vaya susto. Y yo con las ideas en voz alta, qué vergüenza. Me está mirando. Bueno, a mí no, está mirando el gorro que me he puesto. Es que hace un frío... Está sonriendo. Creo que le gusta el muñequito del dibujo. Ya no, ya no mira. Es prudente, no como yo. Y tan bonita... Podría decirle algo, lo que fuera. Claro, que todo el mundo lo escucharía. ¿Y si no me hace caso? ¿Y si la gente se ríe? ¿Y si me saca la lengua?
         No es posible, el tren nunca llega tan pronto a la siguiente estación. Ha cerrado el libro, se baja en ésta. ¿Ya? ¿No volveré a verla? Debería despedirme. Debería decirle...
         -¿Cómo te llamas?
         No me ha oído. Tengo que alcanzarla. La bufanda, voy a cogerla por la bufanda para que no escape...
         Ese niño se está riendo y su madre le ha dado un cachete. Se ríe porque me ha visto jugar con una mano en el aire.


domingo, 1 de abril de 2012

Un burro que vuela


        Me ha despertado con sus coces. Me ha roto el cristal de la ventana. Porque burro va, porque burro viene, porque un burro volando conmigo se entretiene. Me ha roto el cristal de la mañana. Me ha despertado con sus voces. Yo que dormía, yo que soñaba, yo que viajaba entre nubes de lana, yo que pensaba que no había en la iglesia campanas, que no había más ruido en la calle que el que imaginaba, y, mira por donde, me equivocaba. Porque burro va, porque burro viene, porque un burro volando conmigo se entretiene. Me ha roto el cristal, qué estrépito, de la ventana, con sus coces, con sus voces, con lo que le dio la gana. Me ha roto el sueño y el cristal de la mañana. Desayuno con desgana, los demás no creen lo que les cuento. Me miran extrañados, pensando que lo invento, pensando que de locura reviento, cuando les digo, cuando les juro que es cierto, que no miento, que burro va, que burro viene, que un burro volando conmigo se entretiene, que un burro que volaba el cristal de la ventana me rompió. El cristal de la ventana, insisto yo, un burro que volaba lo rompió. Yo que dormía, yo que soñaba, yo que viajaba entre manzanos y manzanas, yo que pensaba que no estaba mi cabeza enajenada, que no había más ruido en el mundo que el subir y bajar de tu persiana, y, mira por donde, me equivocaba. ¿Será por eso? ¿Será por ti? ¿Será que un burro vuela porque me encontró pensando en ti? ¿Será que no? ¿Será que sí?
         Ahora me despierta cada noche. Ahora me rompe el cristal cada mañana. Porque burro va, porque burro viene, porque un burro volando conmigo se entretiene. Ahora, qué pesado, no me deja en pie las madrugadas. Dando coces, dando voces, me persigue hasta la cama, su acoso no acaba. No me deja en paz ni a buenas ni a malas. Yo que deseaba dormir, yo que deseaba soñar, yo que deseaba viajar a lomos de una rana, yo que pensaba que no había secretos en la almohada, que no había más ruido entre nosotros que el de una sencilla mirada, y, mira por donde, me equivocaba. ¿Será por eso? ¿Será por ti? ¿Será que un burro vuela porque robaste mis ganas de dormir? ¿Será que no? ¿Será que sí?
         Porque burro va, porque burro viene, porque un burro volando conmigo se entretiene. ¿Será por eso? ¿Será por ti? ¿Será que no? ¿Será que sí? Si lo sabes, dímelo. Si es por eso, di que sí.


lunes, 26 de marzo de 2012

Epistolares (I) - Viaje


           Estimada mía:


Hoy, por fin, abandoné la ciudad. Reuní los fragmentos de valor que nunca tuve y los guardé con recelo en un bolsillo del abrigo. Y es una de mis manos, constante y desconfiada, quien vigila su confinamiento. Locura y ansia, como sabes. No hay magia alguna en el vientre de esta serpiente rígida, ni en el vaivén, que no hay, de su torsión estremecida. No hay magia ninguna en el ocaso del día, que diviso ahora, sin lágrimas de añoranza, no a través del cristal sucio y vulgar de este vagón. Un niño, detrás, junto a las maletas, está jugando con su muñeco. Y no hay magia en sus ojos, que ahora contemplo, sin emoción siquiera; no más de la que confiere la inocencia y el ánimo de indagarlo todo. Su madre, pues debe de serlo, a su lado, junto a las maletas, parece ahogarse en un mar encrespado de apatía. No hay magia en su dolor, que no atisbo tal, sino derrota, ni nostalgia en su vacío. Ni compasión en el reparo que de ella hago. Hoy no. Esta tarde no. No en este tren. No a costa de mi tormento y mi propia desidia.
Mi mano palpa el bolsillo. Siguen ahí los añicos del valor. No registra movimiento. No hay atisbo de fuga.
El niño se ha dormido. Te escribiré.


jueves, 22 de marzo de 2012

Viejos amigos


         Llegó de madrugada. Entró en la casa sin avisar, sin llamar antes por teléfono para decir que venía. Apareció por las buenas, apareció vestida de alba, perfumada de rosas y pan temprano. Se coló en el dormitorio de Carlos y lo encontró dormido.
         La última vez que se vieron, Carlos era algunos años más joven. Había sido más joven y más fuerte, y su sentido del humor y de la vida, entonces, había sido firme e invulnerable. Pero, hoy, su vieja amiga lo halló tristemente envejecido y deshecho.
         Asómate a la ventana, Carlos –murmuraba el viento en sus oídos, mientras él dormía y se abrazaba a su almohada descosida-. Asómate a la ventana y saluda a los pájaros, Carlos, y diles cuánto te gusta despertar cada mañana con su música. Asómate y saluda al gato de Cristina, y prométele una caricia, y dirige ese tráfico intenso de nubes con tus ademanes de cómico antiguo, y ordena los bostezos de la gente, y sonríenos al mundo, como otras veces, como otras mañanas. Asómate, Carlos, que ya aprieta el sol. Asómate y derríteme con tus ojos de pícaro.
         Carlos se agitó un poco en la cama. Su vieja amiga no quería despertarlo. Le palpó la frente y comprobó que tenía algo de fiebre.
         ¿Quién es, Carlos? –le preguntó el viento-. ¿Quién es ella? ¿A qué ha venido? ¿Por qué te toca? ¿Por qué se interpone? ¿Qué quiere? Dime, Carlos, ¿quién es y por qué ha venido? Asómate y cuéntame por qué ha venido. Asómate a la ventana y regálame un gesto, regálame una risa, y cuéntame quién es y por qué se entremete. Asómate y háblame, que el sol ya aprieta. Ven y dime por qué tienes fiebre y por qué ella te toca. Ven, Carlos, que las nubes se amontonan, que se mezclan y embrollan, que son torpes, que no tienen quien las dirija. Ven y cuéntamelo.
         Carlos abrió los ojos, aún dormido; contempló un instante la ventana entornada y volvió a cerrarlos.
         Su vieja amiga se mordió los labios.
         -Carlos –lo llamó.
         ¿Quién es? ¿Por qué te llama?, le preguntó el viento.
         -Carlos, despierta.
         ¿Qué quiere? ¿Por qué te llama?
         -Soy yo, despierta.
         El hombre reconoció la voz y se giró hacia ella, y le dio la sonrisa que el viento aguardaba, y le dio el abrazo que el viento aguardaba, y le dijo que la había esperado, que sabía que tarde o temprano regresaría, y que era verdad, que se sentía envejecido y deshecho, y que estaba preparado.
           Y su vieja amiga, su vieja enfermedad, se lo llevó esa mañana.


martes, 20 de marzo de 2012

Acerca de una cita


ÉL:       Señorita, por favor, ¿tiene usted hora?
ELLA:   Sí. ¿Por qué lo pregunta?
ÉL:       ¿Le importaría decírmela? Creo que llego tarde a una reunión...
ELLA:   ¿Es importante?
ÉL:       Mucho. Nos jugamos todo, nos jugamos el ser o no ser en la empresa...
ELLA:   Le pregunto si es importante saber que llega tarde.
ÉL:       Por supuesto. Imagínese, a lo mejor ya pasa media hora...
ELLA:   No, no puedo imaginarlo, lo siento. Jamás me fijo en los horarios.

(Pausa)

ÉL:       ¿Usted nunca ha tenido una cita?
ELLA:   No. ¿Usted sí?
ÉL:       ¿Yo, dice? Buf, cada día. Todos los días tengo citas pendientes a las que acudir.
ELLA:   Qué espanto. ¿Y acude a todas?
ÉL:       ¿Que si acudo? Usted dirá... La mayoría de ellas son con mi jefe.
ELLA:   Eso no es una cita. Eso es una reunión laboral.
ÉL:       Llámelo como quiera.
ELLA:   No, como quiero no; lo llamo por su nombre.
ÉL:       Oiga, ¿me va usted a decir la hora o no?
ELLA:   ¿Cuándo es la reunión?
ÉL:       ¿Y eso qué importa?
ELLA:   A usted sí parece importarle, desde luego.
ÉL:       A las cinco.
ELLA:   ¿Muy lejos de aquí?
ÉL:       A diez minutos.
ELLA:   ¿Va a coger un taxi o acudirá andando?
ÉL:       En realidad, no creo que eso tenga mucho que ver.
ELLA:   ¿Quiere usted que le diga la hora o no?
ÉL:       Sí, sí quiero.
ELLA:   ¿En taxi o caminando?
ÉL:       Caminando, supongo.
ELLA:   ¿A qué ritmo camina usted?
ÉL:       Oiga, señorita... Agradezco su interés pero...
ELLA:   Si me responde, acabaremos antes.
ÉL:       Camino bastante ligero, ésa es la verdad.
ELLA:   ¿Se detiene a ver los escaparates?
ÉL:       Cuando llevo prisa no.
ELLA:   ¿Tiene costumbre de comprar tabaco antes de acudir a una reunión?
ÉL:       No fumo.
ELLA:   ¿Caramelos?
ÉL:       No me gustan.
ELLA:   ¿Dulces, chucherías?...
ÉL:       No, señorita. Ni dulces, ni chucherías, ni tabaco... Nada.
ELLA:   De acuerdo.

(Pausa)

ÉL:       Bien, ¿va a decirme entonces qué hora es?
ELLA:   ¿Para qué quiere saberlo? De todos modos, llega tarde.


jueves, 15 de marzo de 2012

Del diario de una farola


         Esta mañana he vuelto a ver a la anciana loca que barre la calle. Se ha escapado otra vez, en un descuido de su hija. Estuvo un buen rato quitando el polvo a los coches aparcados y recogiendo colillas. Hasta que su hija la echó en falta y bajó a buscarla. La anciana se resistió, como siempre. Le dijo que la calle estaba hecha un asco, que la niña de Eduardo no hacía nada, que dejaba todo por en medio. Su hija llora cuando sale de casa temprano, cuando entra en el coche y cree que nadie la mira.

         Jesús sigue acudiendo al bar de Santiago. Ya no viene acompañado como antes. Solían ser siete u ocho amigos, y hablaban de fútbol, de las cosas malas del gobierno, del frío que pasaron en las viñas, siendo chavales… Hace sólo algunos meses, bebía un par de vinos con los demás. Ahora viene cuando no hay nadie, para que no le hagan preguntas. Desde que falta María, bebe más vino. Y la persigue después calle arriba, medio borracho, hasta que descubre que no es ella, sino una desconocida.

         Hoy he visto al crío de las orejas grandes. Pobrecito, vaya cruz que soporta. Sus compañeros de clase lo llaman el paraguas, porque dicen que uno puede refugiarse bajo sus orejas en plena tormenta y no mojarse. Pero hoy estaba contento porque su madre le ha comprado unas zapatillas nuevas. Lo he visto sentado en la acera, frotando las zapatillas con la mano; lucían impecables, como su sonrisa.

         La hija del mecánico se ha echado un novio. Es un chico guapetón de greñas rubias que camina a medio paso y que estrenó puesto de empleo el mes pasado. Al mecánico se lo ve dichoso; ha contado ya a todo el mundo que tiene un yerno trabajando en Correos. A quien no ha gustado la noticia es a Mario, el panadero, que siempre lleva el coche al taller antes de tiempo por ver a la hija. Ahora maldice su suerte y se da golpes contra la bandeja de los bollos. Y, cuando cree que nadie lo mira, llora detrás de un pañuelo.

         Esta noche, la luna me mira distinta. Como si no me conociera. Yo creo que está mayor, igual que la anciana loca que barre la calle. Son demasiados años. Girando y girando, sin descansar un minuto. Yo creo que se nos muere cualquier día, que se nos apaga una mañana sin avisar, igual que María. Porque son ya muchos años persiguiendo al sol calle arriba, sin alcanzarlo nunca. Porque tiene el corazón roto, igual que Mario. Porque extravió su ilusión de luna joven hace tiempo, y ya no le quedan sonrisas.


miércoles, 14 de marzo de 2012

La nube


Con la primera luz que el día me regala,
con ilusión temerosa y quebradiza siempre,
camino de puntillas sobre el aliento de la mañana,
sobre el aroma a fresa de los besos de anoche,
sobre los bostezos del panadero,
y me encaramo a la nube,
a mi nube,
a la nube que aguarda cada día en mi ventana,
y paseo en ella despreocupado,
desenfadado,
desmalhumorado,
y saludo al sol, que aún tirita,
y sonrío a la envidia del pájaro;
y me adormilo en la nube,
en mi nube,
en la nube que envuelve mis sueños cada día,
la que me hace sentir arropado,
desenojado,
desdisgustado,
la que espera cada día a que la noche se deshaga,
la que aguarda sumisa mi amanecer,
la que me lleva,
la que me susurra un cuento,
la que acaricia mi recuerdo y refresca tu momento,
la que regresa el caramelo de tus besos,
y viajo en ella contigo,
cada mañana gris,
cada mañana hermosa,
desdesalentado,
desextraviado,
aun con ilusión quebradiza y temerosa.