La mujer no descansará hasta que vea
el reflejo de las luces allá a lo lejos, en la revuelta del camino. Son las
nueve de la noche. En el campo siempre hace más frío que en la ciudad. Fuera,
en el jardín, un vientecillo traidor está agitando los árboles y estremeciendo
al pobre perro guardián, que no encuentra refugio ni consuelo en la caseta.
El
salón más grande de la casa está atestado de gente que parlotea sin cesar. Los
niños más traviesos están deshojando el arbolito; casi lo han dejado desnudo de
adornos. Ahora, las bolas rojas corretean por el pasillo igual que un torpe ejército
de ratones, rebotando contra el zócalo con esos sonidos huecos e inquietantes
que tan nerviosa están poniendo a la mujer.
-Estaos quietos, por favor -dice ella,
pero los niños se empeñan en jugar.
Los padres de los pequeños charlan
animadamente sin prestar atención al alboroto.
Las nueve, piensa la mujer con un
suspiro, y aún no llega. El cristal de la ventana se empaña con su aliento.
Qué sufrimiento, qué agonía silenciosa.
Ser madre significa no disponer de un momento de calma verdadera. Ser madre supone
imaginar a cada instante que la garra monstruosa de la fatalidad acaricia a sus
hijos en cada una de las curvas del trayecto. Una vez, no hace mucho, despertó
de madrugada envuelta en sudor, fugitiva de un sueño tenebroso en el que su
hijo perdía la vida al volante de su automóvil. Cuando recobró el aliento y se
cobijó en la dulzura cálida de una manzanilla, trató de imaginar cómo sería el
después, el día a día de una existencia sin él, la jornada siguiente a su pérdida...
y casi enloqueció.
Las nueve y media, noche cerrada. La
mesa está repleta de embutido y botellas de buen vino. Hay queso, unos
mejillones en escabeche muy barrigones, almejas, espárragos de aspecto
suculento, un cuenco rebosante de aceitunas, pescaditos rebozados... En la
cocina hay varios platos de turrón y mazapanes, más botellas de vino y otras
tantas de cava, un pastel jugoso de fresa y yema tostada en el frigorífico, una
botella de licor de avellana bien fría...
La mujer no tiene apetito. Uno de los
niños se ha acercado hasta ella y le ha deseado feliz Navidad entre titubeos y
una graciosa media lengua. Ella le sonríe y le revuelve el cabello.
-Hala, ve a jugar, cariño...
Una luz destella a lo lejos, en la
curva. Es un coche azul. Es... ¿es él? Sí, gracias a dios. Ha llegado, es su
hijo. La mujer respira satisfecha.
Ya es Navidad.