domingo, 27 de mayo de 2012

Epistolares (III) - Mercado


           Estimada mía:


Hoy salí a conocer la ciudad. Salí a caminarla, a respirar el aire de sus calles nuevas. Me detuve en el mercado, y allí me detuve. Fue el aroma amable de la fruta en los puestos, fue el atropello dulce de las conversaciones, la risa de un niño descamisado, el baile apresurado del tendero, de sus manos, el ir y venir de mis recuerdos desleídos entre las cajas de madera. Me atrapó el pasado, y allí quedé atrapado.
Imagino, estimada mía, que tan sólo transcurrió un minuto, que mi delirio no fue más que una brevedad melancólica, una broma fugaz de mi mente enredada, pero alguien atisbó mi naufragio y me arrojó un cabo, pero alguien, a pesar de mi tímida y fugitiva locura, atisbó el naufragio y me arrojó un cabo. Me arrojó una sonrisa, y a ella me aferré, y abrazado a ella quedé flotando en mitad del océano.
Alcancé la orilla poco después. Desembarqué de mi fantasía. Regresé al hotel, a la habitación desnuda.
Te escribiré.


domingo, 20 de mayo de 2012

La llave


         Mario se ha dejado abiertas las puertas del corazón, y la corriente está enfriándole los pies. Si sigue así, cogerá un resfriado. Hoy tiene una cita a las seis. Su chaqueta azul, la que se pone los sábados para ir al cine, está plegada sobre el sofá, aguardándolo. La chica es bonita. Se han conocido en el trabajo. Es amable con él. Está preocupado porque no quiere estropear el encuentro. Cuando la vea, ha de sonreír. Una sonrisa es un regalo, es como una bandejita de pasteles. Para ella, pasteles para ella. Lleva sonriendo desde la semana pasada, pero no se ha dado cuenta. Desde que fijaron la cita. Ha dedicado una hora a planchar la camisa y otra a recortarse la barba. Está satisfecho. Los zapatos se han quedado algo viejos, pero aún lucen elegantes. Si tuviese la llave, cerraría las puertas y evitaría esa corriente, pero no la tiene. El resfriado es un riesgo que vale la pena asumir. Sólo hay una nube en el cielo, detrás de la iglesia. Parece una postal de primavera. Cuando la vea, se lo dirá. Le dirá que hoy el cielo parece una postal de primavera. A las mujeres les gusta escuchar esas cosas, y a él le gusta decirlas. En el trabajo no puede hablar con ella. Lo tienen prohibido. Únicamente en la sala del café, pero apenas hay tiempo. Abordarla en la salida fue un gesto muy valiente. Se siente orgulloso. Se siente muy bien. Está tarareando algo. La chica es bonita. Cuando la vea, le dirá que hoy el cielo, con ella y con la nube en la iglesia, parece una postal de primavera. Se ha echado unas gotas del frasco verde, del perfume que usó en la boda de Alberto. Es un frasco tan pequeño y tan caro que hay que andarse con ojo. Enseguida se acaba, en un descuido. Se ha echado un poco más. Es por ella. El latido también. El color de las mejillas también. Las cinco. Una hora para verla. Un cosquilleo raro en las manos. La camisa está perfecta, Mario. Los zapatos no parecen viejos. Y él aparenta hoy algunos años menos. Se lo ha dicho el espejo antes. El espejo no miente. Ha apagado la luz y se ha marchado. Si tuviese la llave, cerraría las puertas, pero no la tiene. En la calle apenas hay ruido. Cuando la vea, le dirá que está nervioso, que no quiere estropear el encuentro. Bueno, y también le dirá que el cielo, con ella, parece una postal de primavera. Y que no es la única chica en el mundo que camina con muletas, que él la prefiere así. Y ha de sonreír, que no olvide sonreír, que es un regalo. Pasteles para ella. Y luego le preguntará si quiere ir al cine, o a dar un paseo. O si se siente con ganas de intentarlo de nuevo.


lunes, 14 de mayo de 2012

Gotas de agua


         Nacieron, primero, en tus ojos, pequeñas y temerosas, diminutas como brotes de un poema, y luego se escurrieron por tus mejillas calientes, por tu rostro caliente. Nacieron, primero, en la caricia que son tus ojos, y luego las robé de tus labios y las conduje en brazos hasta los míos, y las besé, gotas de agua diminutas como brotes de una melodía, gotas diminutas de tinta en mi pecho, que, por ti, es hoy un pentagrama.
        Durante días, he guardado esas lágrimas tuyas bajo la almohada, he jugado con ellas cada noche, les he confesado mis temores, mis sueños, mis secretos, y esta mañana, con la primera luz, las arrojé al viento, las arrojé desde mi ventana al viento, como un regalo, como una promesa. Las vi resbalar, pequeñas y temerosas, por las mejillas del amanecer; las vi sembrarse en el suelo, diminutas como brotes de una tormenta, gotas de agua limpia y triste, semillas de agua enamorada. Durante días, las guardé bajo mi almohada, esas lágrimas tuyas, diminutas como brotes de melancolía, esas lágrimas tuyas, y las besé, gotas de agua enamorada, y con ellas humedecí los labios y el alma. Las arrojé esta mañana al viento, las arrojé desde mi ventana al viento, gotas de agua enamorada, simiente de amor que duele, y las vi resbalar, pequeñas y temerosas, por las mejillas del tiempo, por las mejillas del alba. Las vi resbalar, más allá de mis fuerzas.
       Nacieron, primero, en tus ojos, y luego las robé de tus labios. Surgieron, después, de las entrañas de una nube blanca, y las robé del cristal de mi ventana, creyéndolas tuyas. Amargo y estrecho es el día sin tu dibujo, amarga y estrecha es también la espera. He mendigado un consuelo en la calle, he buscado tus lágrimas por todas partes, he llegado a confundir el espanto con deseo. La lluvia sólo es un remedo, la lluvia sólo es burla. La gota de agua de un grifo mal cerrado me recuerda a ti, y su tintineo me estrangula. Gotas de agua enamorada, esas lágrimas tuyas, que guardé bajo mi almohada durante días, durante horas huérfanas de ocaso, gotas de agua enamorada, esas lágrimas tuyas, pequeñas y temerosas, gotas de agua diminutas como brotes de primavera, gotas diminutas de aliento en mi pecho, que, por ti, es hoy un manantial de vida.


lunes, 7 de mayo de 2012

Testigo


         No entiende de amor, pero siempre es testigo impertérrito. Ha presenciado, desde que el primer rayo de luz le cegó los ojos hasta hoy, la declaración del amante más artero y el suspiro más carente de cautela de una amada; ha presenciado el lamento moribundo del amante malherido y la súplica a destiempo de la amada, tan amada; ha presenciado la ofrenda del amante ofuscado y el menosprecio ostensible de la amada, que no se sintió amada.
         A sus pies, hombres enteros se han deshecho en llanto. Ha visto a mujeres consumirse de dolor por un desengaño. Ha visto a las niñas tirar de los pétalos de una margarita, las ha visto reír con arrobo y con recato de menta y primavera; ha visto al muchacho que quiebra su juventud limpiando el rastrojo, jurar su vida por los labios de una joven no primeriza, y lo ha visto luego, el día que siguió a la conquista, jurar su nombre al cielo y rubricarlo con sangre. Ha visto morir al hombre que acarició sin licencia un cabello; ha visto a una mujer de ojos perdidos regalar su vida al viento después de que un alba fría se llevara en brazos a su marido; ha visto crecer una sonrisa en el rostro blanco de un niño con el paso ligero de una muchacha, y ha visto a esa muchacha, vestida de domingo y caramelo, devorar la risa del niño y saciarse con ella, y caminar así con más firmeza.
         -Soy testigo de un amor que no entiendo –murmura-. Soy testigo, a veces, de un sufrimiento que no entiendo.
      Con el atardecer, una pareja se refugia en su falda. Hay arrumacos de seda y manos entretejidas, hay silencios que pesan como el plomo, hay lluvia en la mejilla de la chica, hay besos amargos que flotan entre los labios y cabecean como barquitos de papel, hay un columpio de miradas marchitas. El de esta pareja es un amor imposible, es un amor no consentido por los demás. Hoy dicen adiós al mundo, lo dicen juntos, lo dicen ligando un abrazo. Se marchan juntos para burlarse de la censura, para que nadie vuelva a alzar una voz hiriente, para reírse por fin del miedo, para bailar mil noches entre hogueras de prejuicios, para que aquéllos que no aprobaron sus deseos acepten por la fuerza sus destinos. Se marchan juntos, viajan en la carroza del ocaso. Y él es testigo.
       A la luz clara del día, que amanece entre temores, los cuerpos de los amantes semejan muñecos de cera. Están tumbados a los pies de un olmo centenario que parece intentar, con sus ramas densas, protegerlos tardíamente del mundo. De sus hojas se desprenden con lentitud las gotas menudas del rocío. El rumor temprano e inquieto de los pájaros revela al pueblo la tragedia. No hay sorpresa, sino pena.
         Cuenta un niño que estuvo allí que las gotitas de rocío cayeron todo el día de las hojas del olmo. Dice que lloraba.