martes, 18 de diciembre de 2012

La auténtica Navidad


         La mujer no descansará hasta que vea el reflejo de las luces allá a lo lejos, en la revuelta del camino. Son las nueve de la noche. En el campo siempre hace más frío que en la ciudad. Fuera, en el jardín, un vientecillo traidor está agitando los árboles y estremeciendo al pobre perro guardián, que no encuentra refugio ni consuelo en la caseta.
        El salón más grande de la casa está atestado de gente que parlotea sin cesar. Los niños más traviesos están deshojando el arbolito; casi lo han dejado desnudo de adornos. Ahora, las bolas rojas corretean por el pasillo igual que un torpe ejército de ratones, rebotando contra el zócalo con esos sonidos huecos e inquietantes que tan nerviosa están poniendo a la mujer.
         -Estaos quietos, por favor -dice ella, pero los niños se empeñan en jugar.
         Los padres de los pequeños charlan animadamente sin prestar atención al alboroto.
         Las nueve, piensa la mujer con un suspiro, y aún no llega. El cristal de la ventana se empaña con su aliento.
         Qué sufrimiento, qué agonía silenciosa. Ser madre significa no disponer de un momento de calma verdadera. Ser madre supone imaginar a cada instante que la garra monstruosa de la fatalidad acaricia a sus hijos en cada una de las curvas del trayecto. Una vez, no hace mucho, despertó de madrugada envuelta en sudor, fugitiva de un sueño tenebroso en el que su hijo perdía la vida al volante de su automóvil. Cuando recobró el aliento y se cobijó en la dulzura cálida de una manzanilla, trató de imaginar cómo sería el después, el día a día de una existencia sin él, la jornada siguiente a su pérdida... y casi enloqueció.
         Las nueve y media, noche cerrada. La mesa está repleta de embutido y botellas de buen vino. Hay queso, unos mejillones en escabeche muy barrigones, almejas, espárragos de aspecto suculento, un cuenco rebosante de aceitunas, pescaditos rebozados... En la cocina hay varios platos de turrón y mazapanes, más botellas de vino y otras tantas de cava, un pastel jugoso de fresa y yema tostada en el frigorífico, una botella de licor de avellana bien fría...
         La mujer no tiene apetito. Uno de los niños se ha acercado hasta ella y le ha deseado feliz Navidad entre titubeos y una graciosa media lengua. Ella le sonríe y le revuelve el cabello.
         -Hala, ve a jugar, cariño...
         Una luz destella a lo lejos, en la curva. Es un coche azul. Es... ¿es él? Sí, gracias a dios. Ha llegado, es su hijo. La mujer respira satisfecha.
         Ya es Navidad.


martes, 4 de diciembre de 2012

En un banco


         Lo malo de estar muerto es que ya no hay remedio. Son pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Contemplarse a sí mismo es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O pensar en el pasado. O recrearse en la muerte, en la soledad, en la inmovilidad. Lo malo de estar muerto es que ya no hay vuelta atrás, ya no hay reproches, no sirven. Los reproches nunca sirvieron para nada, y hoy tampoco ayudan. La brisa del jardín apenas me acaricia, se ha vuelto antipática. Este banco frío es antipático.
         Son muy pocas las cosas que uno puede hacer cuando se ha ido. Lamentarse es una de ellas, es una de esas pocas cosas que uno puede hacer. O sufrir. O recrearse en la indiferencia del tiempo. Son muy pocas las cosas que uno quiere hacer cuando se ha ido. Sonreír es una de ellas. O fingir, encoger los hombros y fingir que todo sigue, que todo está bien, que nada ha cambiado. Lo malo de estar muerto es que sólo hay distancia. Entre el día y yo, entre los objetos y yo, entre la realidad y yo sólo hay distancia. Entre tú y yo, ahora, sólo hay distancia. El ruido lejano de la calle apenas me recuerda que ayer estuve aquí, el color de la hierba ya no me conmueve, la melodía triste del viento ya no me conmueve. Sólo el dolor lo hace, y el dolor es mío. Me conmueve porque es mío.
         Estoy dejándome llevar. En algún rincón oscuro de la conciencia se ha abierto una ventana. Estoy permitiendo que los lazos hirientes de la culpa se anuden y me asfixien. Si pudieras verme… Te colmaría de orgullo examinar mi derrota. Estoy dejándome arrastrar. Si pudiera verte… En algún peldaño mellado de la soberbia se ha abierto una brecha. Estoy consintiendo que el aire se escape, estoy cediendo al vacío.
         Lo malo de estar muerto es que te he perdido. Apenas quedan cosas que uno pueda hacer cuando se ha ido. Añorarte es una de ellas, es una de esas cosas que apenas quedan. O mentirme. O empolvar los motivos del corazón, diseñar de nuevo el engaño y maquillar los latidos. O rendirme. Porque lo malo de estar muerto, lo peor de esta vigilia que no acaba es que te he perdido.