martes, 31 de diciembre de 2013

Muñeco abandonado


         Dos ojos saltones, redondos como lunas llenas, y una nariz roja en el centro de su cara, o de su cuerpo, pues no es más que una bola azul de pelo suave del tamaño de una nuez. Está solo, está abandonado en la calle. Se ha visto reflejado en un fragmento de cristal, y su propia imagen borrosa lo ha hecho sentir aún más abandonado y solo.
        Qué cosas: siempre había deseado volar, había anhelado ser pájaro por un día, o mariposa, o simplemente un mosquito, porque fue incapaz entonces de imaginar qué sensación extraña y maravillosa podría experimentarse al surcar los aires, y hoy, sin esperarlo, ha volado como una gaviota desde la ventanilla de un coche hasta la acera. Del coche de su dueña protectora a la acera sucia de un mundo grande y desconocido. Desechado como un pañuelo de papel. Confinado al olvido, menospreciado.
         Tal vez haya hecho algo mal, tal vez haya estropeado uno de esos momentos de paz que su dueña disfrutaba con tanto celo. Tal vez, con su presencia, haya quebrado el clima frágil del dormitorio. No lo sabe. Se encuentra angustiado y muy confundido. Si supiera, lloraría.
         Es un muñeco abandonado en la calle, sólo eso. De ojitos saltones y redondos, azul, de nariz roja y chata. Sólo es un muñeco asustado sin dueño. Está él, están los coches mudos, están los gorriones en la baranda del parque, están los charcos de la lluvia reciente, están los envoltorios de golosinas, que son juguetes del viento, están los semáforos parpadeantes, está el ruido de la Navidad en las casas, y están las casas, están los edificios altos, que suben al cielo, y están las nubes, que también son juguetes del viento, y está la nieve esperando, y está el frío, y la Luna, que saldrá luego, y mil estrellas, que son luciérnagas de vida eterna, y mil estrellas más, y mil más.
         El muñeco es sólo un punto azul en este paisaje urbano de diciembre, un punto azul que tiembla. Lo he visto, por casualidad, al agacharme a recoger una moneda, escondido detrás de un cartón. Tiene miedo en los ojos. Si pudiera, correría.
        Me he ofrecido a él como dueño. No sé si le gusta la idea, o si tenía otros planes, o si prefiere a otro. El caso es que no se ha quejado cuando lo he cogido. No ha dicho nada. Quizá porque sólo es un muñeco.


lunes, 16 de diciembre de 2013

La Navidad que ve un copo de nieve


             Empujado por un viento que corta en filetes la noche, el copo desciende lentamente hacia la ciudad. Por el camino, el copo se estremece y estornuda; además de vértigo, tiene frío.
         Una lengua invisible de aire lo atrapa, lo revuelve en una espiral y lo impulsa contra la ventana de un edificio muy alto. El copo se posa un instante en el alféizar y observa, al otro lado del cristal, a un niño pelirrojo que llora desconsolado porque no encuentra, entre un montón de paquetes, el regalo que tanto ansiaba, el juguete que había esperado con euforia. Los demás regalos no le importan, los rechaza, se ensaña a patadas con ellos.
         El copo tirita de frío y se desliza desde el alféizar, y desciende un poco más. El viento travieso juega con él; le tira del cabello y le araña las mejillas blancas, lo sacude a un lado y a otro, no lo deja en paz un momento. Ha vuelto a arrojarlo contra una ventana.
         Una niña rubia, sentada a la mesa de un saloncito estrecho y abrazada a su muñeca, se atraganta obstinada con el turrón y los dulces. Sus padres, al fondo, se gritan furiosos y hacen aspavientos, y se lanzan las botellas de sidra, y se golpean en la cabeza con las bolas del árbol de Navidad, y sólo cuando la niña se vuelve morada y tose, advierten su presencia y la auxilian.
         El copo tirita, tirita con violencia. Qué noche tan fría, diantres. Menudo temporal. Quién tuviera una bufanda.
         Da un saltito y desciende de nuevo. Casi ha alcanzado la calle. El viento ha perdido su fuerza; ya sopla con desgana. El copo gira sobre sí mismo y aterriza despacio sobre unas cajas de cartón. Es injusto, ¿no? La gente se ha quedado en sus casas, abriendo paquetes, comiendo dulces, y él estornuda en la calle, y mañana se habrá deshecho, cuando salga el sol.
         De pronto, oye un ruido, unas voces. Anda, qué sorpresa, si hay alguien dentro de esas cajas de cartón.
         El copo, que es muy curioso, se asoma por un hueco y descubre a un niño y a su madre abrazados bajo una manta roja. Y, como es Navidad, ese niño también recibe unos regalos: un gorro de lana y un beso.


martes, 26 de noviembre de 2013

El poeta


         En las puertas del cielo, hay un ángel gordito y pamposado que bosteza nubecillas de colores. Es el encargado de anunciar las llegadas. Es, también, ése que ayuda con las maletas y enseña el camino a la habitación. Por una propina sería capaz de dar la bienvenida a alguien con trompeta y platillos. Bosteza colores y se hurga en los oídos; una vez, hurgando y hurgando halló una moneda. Es tan perezoso que, cuando duerme, ni siquiera ronca.
         Aquel domingo de diciembre, el ángel gordito estaba echando una cabezada en el portal del cielo, como era su costumbre. Antonio, al llegar, encontró al ángel hecho un ovillo sobre la silla de mimbre, soplando zetas azules. No lo despertó, pues caminó de puntillas, y, al pasar junto a él, le dejó un poema en el regazo.
         Más allá del portal, a Antonio lo aguardaban los dulces y el cava, el confeti rebelde y las luces traviesas de fiesta. La navidad es tiempo de reunión con los seres queridos, dicen, es momento de abrazos y de anudar nostalgias, y de partir un beso, y Pilar se había vestido con su mejor sonrisa.
         -Llegas tarde, bobo.
         -Lo siento –se disculpó él-. Me entretuve escribiéndote poesía.

         No es el amor, sino el amar la vida, recita el angelillo holgazán, con lengua torpe, lo que hace humano al hombre y le permite hundir su plenitud en quien se sueña.
      El ángel gordito entiende poco de poesía, pero disfruta releyendo aquellas palabras ensortijadas. Es el regalo de navidad más extraño que jamás ha recibido. Y el más hermoso. Se confunde con las letras porque Antonio las peinó con rizos.
         Amar es comprender que falta un mundo para dar en el centro del amor que llevo dentro.
         El angelillo perezoso anuncia, en las puertas del cielo, que está contento. Ha descuidado su oficio y, en lugar de propinas, recibe ahora reproches del jefe. Está contento porque las cosas han cambiado ahí arriba. La semana pasada se compró un lapicero y un cuaderno.

         Hoy es miércoles, y el ángel gordito no está en la puerta. Apoyado en el muro, un cartoncillo reza: Vuelvo enseguida.
         -¿Adónde ha ido?
         -Se fue a escuchar al poeta. Quiere ser como él.


lunes, 11 de noviembre de 2013

Libros


         Los tubos fluorescentes se apagan, uno a uno, como las fingidas fichas de un dominó luminoso y decadente, y el manojo de llaves, que rebota y cuelga de la cintura del librero, indica, con su cascabeleo, el camino hacia la puerta y la cercana ausencia del hombre huraño.
        Con el último chasquido de la llave en la cerradura, los libros se distienden y unos personajillos diminutos asoman las cabecitas con prudencia por entre las tapas de cartón.
           -¿Ya se fue? –pregunta una niña rubia, la del país maravilloso.
        -Sí, ya se fue –le responde un muchacho inquieto y travieso, un pícaro al que llaman Lazarillo-. ¿Vienes, rubita?
         -No, que he de escribir unas cartas.
         -¿A quién, a un novio tuyo?
         -A un coronel.
         El Lazarillo resopla y se aleja de la muchacha.
         -Tú te lo pierdes, boba. –Al chiquillo le prometieron unos hombres llevarlo con ellos hoy a un viaje fascinante, a un viaje al centro de la Tierra, y él había pensado que tal vez Alicia querría acompañarlo.
          Sobre uno de los mostradores de cristal, los personajes de una emblemática colmena se han reunido a escuchar los versos de un poeta que, según dice, acaba de regresar emocionado de Nueva York. Más allá, sentados en el borde de un estante, junto a un busto en madera de Jonathan Swift, un Drácula alicaído confiesa a Romeo su amor por Julieta, y el joven de Verona le sonríe y lo consuela rodeándole los hombros con un brazo.
         -¡Arre! –grita el revoltoso Tom Sawyer a lomos de Moby Dick, una ballena blanca convertida en el más extraño de los corceles-. ¡Arre, arre!
         En lo alto de la caja registradora, Robinson Crusoe comparte un té con un curioso invitado, el investigador Hércules Poirot.
         -Y éste es Viernes, mi criado.
         -Mucho gusto –dice el detective, y estrecha la mano del sirviente.
         Y más abajo, por entre el polvo y la ceniza acumulados al pie de la mesa, seis personajes van en busca de autor, y una niña perversa, Lolita, saca burla a un caballero maduro y arrebatado, y un ingenioso hidalgo hace frente con su lanza a la ballena blanca de Melville, y, manteniéndose en peligroso equilibrio sobre una esfera terrestre de cartón, un muchachito rubio de sempiterna bufanda al cuello riega la única planta de su mundo.
       Pero amanece enseguida, amanece con injusta premura, y los personajes de los libros regresan con dolor a su lugar antes de que el librero huraño los sorprenda, y ellos fingen entonces la más terrible de las farsas: no ser más que la invención de un puñado de locos.


lunes, 21 de octubre de 2013

En un sueño


         Ayer soñé contigo. Te vi al doblar una esquina, mientras paseaba. En los sueños, ya lo sabes, los escenarios se entremezclan: caminaba por mi barrio con las manos en los bolsillos de un pantalón oscuro, cabizbajo, y, al cruzar la calle, sin mirar, me topé con los setos de tu jardín.
         Consciente de la irrealidad, avancé despacio por la acera y aspiré tu perfume. Te vi al doblar aquella esquina; me aguardabas con esa paciencia que tanto desconcierta. Estabas sentada en el borde de una cama desconocida, en un dormitorio extraño.
         Ayer soñé contigo, soñé que la ciudad callaba un instante, que el viento abría los labios y me empujaba con un soplo a esa cama desconocida. Estabas tan hermosa...
         Un hombre se interpuso entre nosotros y deseé gritarle que se fuera, que no rasgara nuestra intimidad, pero tú cerraste mis labios con un dedo que sabía a caramelo y pediste al hombre que trajera champán. El dormitorio extraño era el salón de un restaurante vacío, amenazante, un salón espacioso sin más mesas que la nuestra, sin más sillas que la tuya.
         Permanecí de pie, mirándote. El hombre se había marchado, aunque enseguida surgió de la nada y sirvió el champán. Tiene gracia, sólo bebo champán en los sueños. Alcé la copa y me la llevé a los labios, pero no era la copa sino tus dedos. Los besé, bebí el caramelo.
         Ayer te hallé en un sueño y abracé tu cuerpo con tanta fuerza que pude sentir el dolor de la ausencia. Cuánto me enferma saber que sólo fue un sueño. Te prometí lealtad, sometimiento, entrega... Te juré una eternidad que sólo tiene cabida en la fantasía onírica de las noches. Se lo juré a tus ojos, que ya no eran tuyos, sino del hombre que servía el champán en unas copas de papel. Estabas bailando en el centro del salón sin mesas, y la espuma de las olas te acariciaba los pies desnudos. Celoso, arrebatado, te tomé en brazos y te aparté de la orilla, de ese océano envidioso que es el mundo, y te saqué de allí con prisas. En la calle no había calle, ni noche, y en mis brazos no había nada. Tú estabas al otro lado de un río, agitando la mano en el aire, despidiendo el sueño. Estabas apoyada en la baranda de tu terraza, o en la cubierta de un barco, o en el balcón de un hotel, sonriendo.
         Ahora me doy cuenta de que te quise, y cuánto me enferma saber que he perdido mi vida en un sueño, en un sueño que soñé ayer.


martes, 1 de octubre de 2013

El doctor Fifi


         Se ha vuelto loco, el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo dice la gente, lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar a las cartas con ellos. Es un buen hombre, pero se ha vuelto loco. El doctor Fifi ha perdido la cabeza en algún rincón del invierno, y estos vientos soplones se la han llevado consigo. Pobre doctor Fifi.
         Recuerdo el primer día que apareció por aquí, hace más de quince años, con su maletín de médico, sus tijeras de barbero y su cabeza calva, tan lustrosa. Ya por entonces, resultaba un personaje extraño, aunque inofensivo y amable. El doctor Fifi curaba el dolor de garganta y saneaba las puntas de los cabellos en una sola visita. Recetaba jarabe y champú a un tiempo. Era nuestro médico de cabecera y nuestro peluquero. Había mujeres que únicamente acudían a su consulta para que les retocara el peinado. Al doctor Fifi no le importaba que lo hicieran. A mí, por ejemplo, me dibujó margaritas en el pelo una mañana de tos. Los niños perdieron el miedo a la tablilla blanca de madera, la que les ponía en la boca, que tan tenebrosa había sido en manos del doctor Sabín. Perdieron el miedo a subirse a la báscula fría que helaba los pies, a que les colocaran la barra del medidor en la cabeza, a que les recorriesen el pecho con el cacharro de metal, que era como una moneda grande... El doctor Fifi hacía de la consulta un recreo. A mi vecina Ángela, una vez, después de caerse de la bici, le tiñó unas mechas mientras la enfermera preparaba la escayola. Al pobrecillo de Alberto, ese viejo carpintero que siempre anduvo pachucho y visitaba la consulta con frecuencia, lo afeitaba el doctor Fifi. Cuando murió, el médico le dedicó unas palabras en la misa. Nos hizo llorar un poco a todos; el doctor Fifi y él se habían hecho muy amigos. Yo los vi pasear un domingo por la avenida, después del partido. Se reían como críos, aún me acuerdo. Sí, me acuerdo de eso y de muchas otras cosas.
         El doctor Fifi ha envejecido. Ha ocurrido de repente, como de repente han transcurrido estos más de quince años. Ahora tenemos en el pueblo un ambulatorio nuevo y una peluquería unisex, y yo nunca he sabido si unisex significa de un solo sexo o de los dos. Cuando nos duele algo, pasamos por el nuevo dispensario a que nos curen, pero no lo consiguen, ya no, porque antes era distinto. Nadie nos dibuja ya margaritas en el pelo, y el dolor de garganta se hace punzante y eterno.
        La gente dice que el doctor Fifi se ha vuelto loco. Lo digo yo, que lo he visto hablar con los gatos, que lo he visto jugar al ajedrez con ellos. Aunque creo que no es locura. Se ha hecho mayor, sólo es eso.


lunes, 16 de septiembre de 2013

La frontera


         Hay personas que pueden verla. Es una barrera transparente que recorre las calles, que sube escaleras en silencio y se cuela en las casas. Es un muro de apariencia frágil que bordea los parques y serpentea entre la gente. La frontera es muda e invisible, es una espiral de papel, a veces, que trepa montañas y se encarama en la copa de un árbol. Es un cordón grueso de terciopelo que divide el mundo en dos mitades.
         En los días de ocaso suave, en esos días en que las nubes del oeste se tiñen de melocotón, las personas pueden verla. Dicen que es como un espejo de reflejos débiles, como una pared de cristal desvaído que forma curvas blandas y que luego se estrecha y desaparece por el hueco de la ventana. Dicen, los que la han visto, que separa el mundo, que dibuja un límite en el suelo, que se manifiesta aleatoria e imprecisa. Dicen, también, que puede acariciarse con los dedos y que es tibia.
         Agustín la ha visto. Cuenta que estaba leyendo el periódico junto a la mesita del teléfono y que vio la frontera, que se iluminó débilmente en mitad del salón. Cuenta que su mujer se hallaba al otro lado del muro transparente y que se sorprendió tanto como él, que ninguno supo qué hacer, o qué decir, que se miraron a través de la barrera encogidos de hombros, que se asustaron y que después rieron como niños. La frontera se deshizo más tarde, cuenta Agustín, igual que el humo de un cigarrillo, y él trató de retener una nubecilla de esa niebla en el hueco de sus manos, pero se desvaneció por completo. Su ocaso, el de aquella tarde mágica, no era de melocotón, sino de violetas moribundas.
         Agustín dice que ahora se sienta cada día junto a la mesita del teléfono, con el periódico abierto, y que ya no lee las noticias, aunque lo finge, y que el periódico se ha estancado en la actualidad de entonces, y que sólo aguarda a que el muro aparezca de nuevo. Dice que lo desea con la ilusión de una noche de reyes magos. Dice que ver la barrera fue lo más hermoso que ha ocurrido en su vida, que vuelve a tener ganas de levantarse cada mañana, que el vacío ha dejado de ser grande.

         Yo no le creo. Sospecho que es su forma de soportar el dolor. Se ha inventado una excusa para seguir viviendo. Por muchos años que hayan transcurrido, la herida de su corazón continúa abierta. Agustín se ha inventado un pretexto para sonreír. Bendita sea esa frontera imaginaria. Ojalá se ilumine otra vez. Ojalá lo haga mañana. Ojalá vuelva a encontrar a su mujer al otro lado.


martes, 27 de agosto de 2013

Viajar


         Es medianoche. Cualquier pretexto es válido, cualquiera; únicamente necesito proponérmelo y saltar desde la ventana de esta casa. Cualquier excusa es bienvenida. Y me arrojo a los brazos abiertos del mar en calma que es la noche. No quiero muerte, quiero viajar. No pretendo la muerte, sólo un paseo. Anhelo descubrir ese camino oculto que tanto tiempo permaneció de espaldas a mis sueños. Me arrojo, salto sobre las calles, sobre la gente. Hay vértigo, y miedo. Pero también hay curiosidad, y no soy un cobarde.
         Olvidé quitarme el pijama. Tal vez los demás se rían de mi aspecto: un viajero volador con decenas de perritos estampados en los pantalones y en la camisa. Tienen derecho a reírse. Aunque mi profesora de naturaleza no lo hace. Me mira y sonríe, y se cubre la boca después, pero no se burla. Qué seria ha sido siempre; incluso sonriendo. Y cuánto la quise, cuánto me enamoré de ella en el pupitre, cuánto la abracé en mis noches. Adiós, Susana. Nos vemos. Quería casarme contigo, ¿lo sabías? ¿Te imaginas? Doña Susana, ¿le importaría casarse conmigo? Y ¿qué habría pasado? ¿Qué habrías dicho tú? Vuelve a tu sitio, anda. Se lo digo en serio. Hablamos en el tiempo de recreo. Vuelve a tu sitio. Adiós, Susana.
         Nadie se ríe. Es extraño: lo último que habría esperado es este acogimiento. Hay gente reunida en la calle, hay gente en las ventanas. Miran, pero no se ríen de mi camisa. Ahí está Alberto, el mejor de mis amigos de esa broma que llaman infancia. ¿Cómo te va, chaval? Pareces preocupado. ¿Es por mí? No, no es por mí. Es por el miedo; no has logrado ahuyentarlo. Ya hace una eternidad que el cáncer te llevó y aún estás asustado. Tu madre cree que duermes en casa todavía, ¿sabes? La pobrecilla no se da cuenta de que murió contigo. ¿Has visto qué pijama tan ridículo? Es un regalo. Los regalos son para lucirlos, Alberto. La ética y esas cosas. No te perdiste nada, majo. Este mundo está lleno de dolor. Lo peor es el miedo, ¿verdad? El miedo a hacer el viaje, el viaje sin maletas, sin programación, sin consentimiento.
         Yo también tengo miedo, por qué voy a negarlo. Aunque no soy un cobarde. Me gusta volar, y es curioso porque siempre tuve vértigo. Adiós, señores. Cuánta gente. Da vergüenza sentirse tan observado. Mira, ahí está mi abuelo. Menuda pieza estaba hecho. Y mi tía. Y esos chicos que se perdieron en la montaña, y el pobre de Jesús, que se creía superman, y la ancianita de la tienda, y el marido de Lucía, y otros a quienes no conozco. Adiós.
        Pero no me miréis así, yo sólo voy de paseo, sólo voy de viaje. Lo mío es un capricho, poca cosa. Tenía ganas de viajar. Sólo eso. Porque hay cosas en este mundo de locos que aún no quiero echar de menos.


martes, 13 de agosto de 2013

Se muere viejo y solo


         A Gustavo cada vez lo asusta más el paso del tiempo. Ocurre todas las mañanas, a la hora del desayuno. Lo oye caminar, más allá de las cortinas, despacio, muy cerca de su ventana, acariciando la reja, fingiendo disimulos mordaces. La magdalena queda suspendida en el aire un instante, temblando en su mano, mientras el tiempo pasa, cada mañana, mientras se ríe de él, mientras se aleja.
        Gustavo está solo, tan solo que a veces no se encuentra en el espejo. Su sombra lo ha abandonado; esa silueta desgarbada que antes se proyectaba en las paredes, se ha esfumado con el ocaso de ayer. Las persianas están bajadas; aprendió a escurrirse a ciegas por la casa, a transitar sus breves recorridos sin levantar tropiezos. En el armario de la cocina hay dos cajones: en uno guarda el cuchillo con el que jamás tuvo el valor de herirse las muñecas; en el otro, tres recuerdos de infancia, una fotografía de su madre y una carta de despedida de su mujer:


Querido Gustavo:

Te dejo. Preferiría morirme otro día, más tarde,
pues aún me seduce el alba del otoño y escuchar la lluvia
en el tejado, pero hoy he visto a las amapolas sangrando
en el campo, y sé que ha sido por mí. El sol que ahora se
esconde apenas me ha templado el alma. Es mi hora. Te dejo
sin querer, sin propósito. Me alejo esta noche, me muero de ti
esta noche. Adiós.


         Gustavo relee la carta cada madrugada, aprovechando que el reloj está dormido. Con la luz de un fósforo ilumina el papel, y con la yema de un dedo riza las letras delicadamente. Todavía desprenden las palabras el perfume de melocotón, que le arruga los ojos.
         Gustavo se muere viejo y solo, tan solo que a veces los ratones, ignorando su presencia, le arrebatan la magdalena de la mano.
         Pero mañana saldrá a la calle a recibir al tiempo, cuando pase. Mañana perderá el miedo y saldrá a la calle a enfrentarse al tiempo, cuando pase frente a su ventana. Así lo ha prometido.


martes, 30 de julio de 2013

A quien yo quiero


         Quien yo persigo, por quien las yemas de estas torpes manos se tiñen de tinta azul cada mañana, por quien este torpe y descompasado corazón late febril; quien yo anhelo empeñado, por quien los últimos fragmentos de cordura marcharon sin portar equipaje, por quien este débil y melancólico suspiro se rasga, día tras día, con achaques moribundos.

         Quien yo quiero, a quien yo quiero. A ella, que adorna su desprecio con destellos suaves de luna.

         El mundo gira, y con él giran también mi deseo y mi desdicha. El mundo gira, con su dolor, su gente y sus vientos, y con él, muertos de miedo, mi deseo y mi desdicha. El mundo gira, vertiginoso y fugaz, alegre y descarado, ruidoso y encabritado, y con él, atrapados en su corriente, giran también, avergonzados, muertos de miedo, mi deseo y mi desdicha.

        Quien yo quiero, a quien yo quiero. Por quien esta vida de esperanzas, gota a gota, se desangra. A ella, que adorna su castigo con el castigo de su silencio. Y con destellos suaves de luna.


lunes, 15 de julio de 2013

Como un perro flaco


         Ángela está enferma y no puede meterse en la cama porque tiene que trabajar. Las gripes nunca se curan de pie, decía su padre, que se creía muy listo. Por eso lo mató el alcohol, por listo, por sabio, por espabilado. Su madre, que aparentemente era más tonta, la enseñó a mirar por encima de la tormenta. Quédate en la cama, hija, le habría dicho, y mañana comerás puñetazos porque no habrá otra cosa.
         -Me voy, Pablo –se despide Ángela-. Si llaman, di que estoy en el bar. Luego te veo.
         Pablo es su gato siamés, el regalo de cumpleaños de su amiga Luisa, que también se cree muy lista. Por eso le ha engordado tanto la barriga en unos meses, por lista, por sabia, por espabilada.
         En la calle, que hoy es fría como un desengaño, la gente la mira dos veces. La muchacha va envuelta en un abrigo que le cae grande, con las solapas levantadas. Las manos no se le ven, tampoco los pies, y la bufanda le cubre el rostro hasta las cejas. Camina dando tumbos como una momia despistada, calle abajo, con su fiebre y sus prisas nuevas de camarera. Los semáforos se han multiplicado y le dicen dos veces que puede pasar, o que ahora no puede, o que puede pero no puede. Y los coches son más coches que otros días, y los perros han hecho dos veces lo que hacen siempre, y los dueños, que se creen muy listos, también han hecho lo de siempre.
       Ahí voy, hecha una momia, se dice, y se ríe, porque si llora estropea el maquillaje, y el maquillaje es muy caro.
         -Buenos días, Ángela. Vaya cara que traes, niña. ¿Estás con gripe? Date prisa y cámbiate, que mira cómo tengo la barra. Tómate una aspirina.
        La muchacha mira la barra para ver cómo la tiene, y lo que ve no le gusta demasiado, porque ve a su padre, lo ve muchas veces, a su padre junto a su padre, a su padre al lado de otros padres, todos juntos, todos el mismo, todos bebiendo de la copa y sonriendo con estupidez, todos muriéndose en la copa. Y ella, que se indigna y enseguida le trepan los demonios por el cuerpo, se acerca a todos ellos y les dice que son muy listos, que son muy sabios, que son muy espabilados, que por eso se despeñan en las barras de los bares, que si mañana comemos puñetazos es lo de menos, que para ellos lo importante es esconderse de la vida en un vaso. Y les grita que son tan cobardes como un perro flaco.
         -Lo siento, Rosa –se disculpa con la dueña-. Me salió del alma.
         Del alma le ha salido, y es bien cierto. Aunque tarde.


lunes, 1 de julio de 2013

Elena


         Lo que sucedió fue que Emilio se había enamorado de Elena y que, por descuido, se alejó de ella.
         -Era la mujer de mi vida –murmuró, sintiéndose atormentadamente culpable.
         Pero Emilio no se resignó a la pérdida; la buscó por todas partes.
         Acudió a una comisaría:
         -Busco a una mujer.
         -¿Cómo es?
         -Hermosa. Tiene los ojos claros, más azules que el cielo y menos que el mar. Y su cabello es miel, y su piel es la de un melocotón, y su sonrisa no es de este mundo.
         -¿Cuándo la vio por última vez?
         -No lo sé.
         Acudió a una juguetería:
         -Estoy buscando a Elena –dijo.
         -Acabo de abrir y es usted el primer cliente –le informó el dueño-. No ha venido nadie por aquí.
         -Usted vende muñecas de porcelana.
         -Es cierto.
         -Elena debe de estar entre ellas.
         -¿Es una pieza de colección?
         -No lo sé.
         Acudió a una pastelería:
         -¿Ha visto usted a Elena? –le preguntó a la encargada.
         -¿Cómo es?
         -Dulce. Intensa y sutil como una trufa y hechicera como el caramelo. ¿La ha visto?
         -Creo que no. ¿Es una mujer?
         -No lo sé.
         Y después de varios días de búsqueda infructuosa, Emilio bajó los brazos y se dirigió a su casa.
         Elena lo esperaba en el salón, malhumorada.
         -¿Dónde has estado? –le preguntó ella.
         -Por ahí.
         -¿Por qué no llamaste?
         -No lo sé. Tenía miedo.
         -Te he echado de menos, ¿sabes?
         -Y yo creí que te había perdido.


miércoles, 5 de junio de 2013

Maestro


         Si algo sé, si algo escribo, si algo surge de entre líneas, si algo percibo, si algo logra envolver y adornar con regalo y aliento este camino, si algo existe más allá de un verso, una coma o un destino, de papel, un destino de papel; si algo siento, si algo no lamento, si algo surge de entre líneas, de entre vocales torcidas, de entre riñas, si algo encuentro, si algo alcanzo a imaginar, o si ya imagino, si la verdad de mis sombras pretendo, si algo guardo en mis bolsillos, de papel, en mis bolsillos vacíos de papel.
          Si algo sé, si algo escribo, maestro, es por usted.


        Fragmentos de nube, colores cálidos que salpican de hielo la mañana, amores rotos que salpican de hielo mis entrañas, rachas de viento azul, enjambres que lastiman con mil aguijones, que causan dolor, un tibio dolor, banderas quebradas en el horizonte, sonrisas quebradas sobre el mantel desgarrado de la mesa, abrazos reconfortantes que empapan con su sangre la mañana, sueños rotos que renuevan con su sangre mis entrañas, añicos de conciencia, de poesía, de una vida que cojea, fragmentos de nube, la mirada fija y espeluznante de una mentira, destellos cálidos de un sol que entristece mi ventana, banderas quebradas en su vientre. Y más.


         Si algo sé, si algo escribo, si algo brota nuevo de entre líneas, si algo nace hoy desprovisto de abrigo, si algo a la locura consigue arrebatar su delirio, si algo reside más allá de un verso, un punto o un adjetivo, de papel, un adjetivo de papel; si algo experimento, si de algo no me arrepiento, si algo nace puro y sencillo de entre líneas, de entre consonantes heridas, de entre riñas, si algo anhelo, si algo se desliza cabal entre suspiros, si así lo imagino, si la certeza que ocultan mis miedos pretendo, si algo guardo en mis bolsillos, de papel, en mis bolsillos raídos de papel.
        Si algo sé, si algo escribo, maestro, es por usted. Si algo aprendí, don Aurelio, fue por usted.


jueves, 9 de mayo de 2013

Estar de paso


         Luisito, a sus ochenta y dos años, todavía se estremece cuando la vecina del tercero golpea su puerta con los nudillos. El sonido hueco y urgente aún le tensa los riñones y los músculos de la mandíbula. Luisito ya se ha hecho mayor, y los mayores no lloran, pero el miedo no deja de hurgarle en las tripas.
         Porque, un buen día, Luisito pasaba por allí. Hacía sesenta años que Luisito había pasado por allí; hacía sesenta años que un militar con cara de bestia lo había empujado al interior de un vagón. Porque pasaba por allí. Lo habían empujado al vagón de un tren y lo habían conducido a un descampado. A él y a otros cientos de hombres y mujeres. Cuando alguien se interesa por su historia y le pregunta qué demonios había ido a buscar él a esa ciudad y en semejante momento, Luisito contesta:
         -Pasaba por allí.
         Ni siquiera recuerda el nombre de la ciudad. Ni siquiera recuerda si aquélla había sido su juventud o la de otro. El rostro de su madre se confunde en su memoria de niño grande con el de la mujer del vestido azul a la que habían disparado en la frente. A los hombres los mataron por cualquier motivo: por ser marica, por ser judío, por ser gitano o por equivocar el saludo; a las mujeres, muchas veces, porque les daba la gana.
         -¿Qué pintabas tú allí, Luisito?
         -Estaba de paso.
         -Pero si eras un chaval, si eras un crío de veinte años, ¿qué narices hacías tú en ese sitio?
         -No lo sé. Pasaba por allí.

         Cuando la vecina llama a la puerta, el vientre se le descompone de pronto y el paladar se le vuelve de trapo.
         -¡Soy yo, Luisito! ¡Soy Amalia!
         Es la vecina, Luisito. Afloja los puños.
         Otro militar con cara de bestia tenía la costumbre, entonces, de aporrear cada mañana la puerta del cuchitril donde dormían hacinados como animales. Si se hallaba de buen humor, despertaba a la gente a patadas y les escupía a la cara. Y se reía. Y los soldados que estaban a su cargo se reían también. Pero si se hallaba de mal humor, escogía a uno de los hombres al azar y lo apuntaba con el arma a los ojos, y mantenía la postura asesina sin pestañear, sin respirar, hasta que el seleccionado se meaba en los pantalones y tiritaba de miedo. Luego, el oficial guardaba el arma y se reía, y su mal humor se esfumaba, y el seleccionado se ponía de rodillas y le agradecía haberlo dejado con vida.
         Qué similares eran las súplicas del ser humano. El idioma no era una barrera. Las súplicas estaban por encima del lenguaje. Luisito lo había aprendido allí. Había aprendido muchas cosas. Estar de paso tiene sus ventajas.
         Una mañana, el animal uniformado había sacudido la puerta y después había apuntado a los ojos a un muchacho rubio de quince años que tenía una cicatriz en la mejilla. El chaval acababa de orinar y sólo completó a medias el juego del oficial: tiritó de miedo, pero no mojó los pantalones.
         Y lo mató.
         Luisito aprendió también que la muerte, en los ojos de una persona, era siempre del mismo color.
         La de beneficios que tenía estar de paso. Descorchemos una botella de sidra y brindemos por ello. Brindemos por el oficial con cara de bestia, brindemos por su sentido del humor. Pum, pum, qué valiente es el oficial. Estar de paso nos enseña que los oficiales al mando son los hombres más valerosos del mundo. Si te meas, no te mato. Pero como no te mees encima, chavalote, te meto una bala en la sien. Tú decides.

         ¡Pum, pum!, dice la puerta, con su estampido hueco.
         -¡Soy yo, Luisito! ¡Abre!
         Y Luisito se encoge en el sillón todavía, y se cubre los ojos con una mano. Es instintivo. Es inevitable.
         -¡Soy Amalia!
         -Voy.
         -A ver cuándo arreglas el timbre, hijo.
         Amalia sabe de su historia, sabe de su pasado terrible, aunque él, como ya les he contado, no recuerda muy bien si ese pasado fue suyo o de otro. La memoria nos traiciona. La memoria es mala consejera.
         -¿Qué se te había perdido a ti en ese sitio, Luisito? –le preguntó una tarde su vecina, algunos años atrás.
         -Pasaba por allí, Amalia.
         -¿Pasabas?
         -Estaba de paso.
         -Mira si uno de esos nazis te hubiera pegado un tiro...
         No había problema. Siempre quedaba una gota de orina en la vejiga. Siempre se podía apretar un poco y echar fuera la gota, lo justito para mojar el pantalón. Y tiritar estaba chupado. Todas las noches lo había hecho. Tiritar, lo que se dice tiritar tiritar, con repiqueteo de dientes y todo, hasta el gato sabía. Lo difícil era aguantarle la mirada al salvaje.
         En su recuerdo, que es un paño sucio, deshilachado y sembrado de agujeros, los ojos del oficial lo miraban con tal desprecio y locura que lo habían animado a morder la pistola y tragarse con gusto la bala. Estar de paso le había enseñado que lo amargo de aquel instante no sólo era sujetarle la mirada al animal, sino saber que, aunque viviera para contarlo, tendría que encontrarse con él muchas mañanas más. Y, por aquella época, el futuro se había desplegado ante Luisito como una alfombra empapada de sangre, como una broma de mañanas grises e infinitas puertas que sonaban repetidamente a infierno y a burla.
         -¡Abre, Luisito!
         -Voy, voy.
         -Hijo, ni que te hubiera pillado en paños menores.
         -Ya voy, Amalia.
         Abre la puerta, jadeante. El espanto lo muerde en el cuello un segundo: descubre el arma en las manos del oficial y se le agarrotan las piernas.
         -Luisito...
         Los mayores no lloran, campeón. Levanta la cabeza y encara la muerte con dignidad y con cojones. Lloran los niños y las mujeres, pero no los hombres.
         -Luisito, ¿estás bien?
         -Hola, Amalia.
         -¿Cuándo vas a arreglar el timbre?
         -Mañana.


miércoles, 10 de abril de 2013

Infiel


            Contigo es nuevo. Las gotas de lluvia que me arroja este sol de ojos azules no me impiden contemplar tu ventana. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer desfallecido. Creo que son cinco los días que llevo de pie junto al buzón, bajo este sol llorón de ojos azules. Cinco los días, o quizá más, y cinco las veces que he compartido contigo la locura, o quizá más. Cuánto anhelo el temblor de las cortinas, la sombra y el carmín de tus manos en el cristal, el revuelo de tu blusa entornada. No tengo intención de parpadear. Miraré tu ventana hasta caer malherido.


        Contigo, ya lo sabes, es nuevo. Las gotas de lluvia que golpean el cristal no logran distraerme de ti. Sé que estás abajo, de pie junto al buzón que ayer alimentaron mis cartas. Pesa tanto en mis brazos el reproche que apenas puedo huir de esta cama. No alcanzo desde aquí a ver tu sonrisa, que ayer alimentó el latido tenue de mi corazón y convirtió mi aliento enfermo en un rugido. Son cinco o quizá más los días que tiene mi vida, y son cinco las veces que he caminado descalza contigo el lienzo de las pinturas, o quizá más. No tengo intención de dormir. Ocuparé las noches con el eco de tus manos hasta rendir tu recuerdo. Oigo pasos, pero no eres tú.


        Contigo, hoy estoy seguro, es nuevo. La lluvia que parpadea entre las luces del día moribundo no consigue alejar el temor con su belleza. Quiero ser fuerte para ignorar el fuego, para ignorar el metal frío que me acaricia el pecho como una seda maldita. No sé llorar. Sólo puedo contemplarte dormida en la cama y fingir que hoy nos conocimos. Cinco días me estrangula ya la sospecha, o quizá más, y cinco son ya los días que he vivido sin vida, o quizá más. No tengo intención de despertarte. Seré sigiloso en mi tortura para no perturbar tu descanso. Te besaré en la frente y, después, caeré malherido a los pies de tu cama. Sigilosamente malherido.



miércoles, 13 de marzo de 2013

De mano en mano


         Así va, de dueño en dueño, de seda en seda, de carne en carne, de sangre en sangre. Así va, sin destino fijo, sin rumbo concertado. Es una daga pequeña de puño rugoso y frío y guarnición dorada, afilada como un viento de invierno. Es mortal como un beso envenenado, y se desliza en el tiempo cabalgando de muerte en muerte, y no distingue inocente de culpable, ni discierne señor de vasallo o ama de sirvienta, y no escoge nunca a su víctima. Así va, de mano en mano.
         Aúlla el lobo a la luna con dolor en mitad de una noche tramposa, aúlla el lobo mientras los pies descalzos de la mujer acarician el suelo. La daga está escondida bajo la almohada. Aúlla el lobo con angustia, con presagio, mientras la mujer oculta el arma en un pliegue del camisón.
         Así va, igual que una fábula, viajando de dueño en dueño, igual que una canción de cuna, igual que una herencia maldita, surcando los días, rasgando seda, abriendo carne, dejando una estela sangrienta a su paso. Es una daga pequeña de puño áspero y frío y guarnición de oro, y su filo hiere como la traición de un amante. Es letal como un fuego de infierno. El resplandor de su hoja hechiza al que la toma en sus manos, a aquél que la roba de su reposo, y conforta con su sortilegio el ánimo asesino. Así va, sin ayuda de brújula, de mano en mano.
        Implora el lobo a la luna que se marche, que se aleje, que se lleve con ella la noche, mientras los pies descalzos de la mujer recorren la oscuridad de la casa. Con la mujer avanza un jadeo leve y un quinqué, con ella camina una sombra deforme, con ella van la daga y la voluntad secreta de dar muerte. Implora el lobo a la luna, pero es tarde.
         Al final del corredor, la habitación se halla entreabierta. Hay un hombre dormido en la cama. Hay ventanas de par en par que arrebatan al cielo brillos de estrellas, hay una última súplica del lobo, que llega ya distante y sin aliento. Hay, en la estancia entreabierta, una brisa dulce y un aroma a pecado. Hay flores sobre una mesa, también dormidas.
         La mujer se desprende del quinqué y de la cordura y se precipita hacia la cama. El hombre despierta y la mira. El aturdimiento y la sorpresa se desvanecen pronto. Asoma una disculpa a los ojos del hombre, asoma el miedo. En los de ella no hay temor, sólo rencor y entereza: no volverá a tocarla.
        Así es, pues, con pesar y tragedia, cómo va esta daga pequeña, de mano en mano, de sangre en sangre.


miércoles, 13 de febrero de 2013

Historias que ruedan


         Como la de Ernesto, que baja solitaria por las calles, con la madrugada, serpenteando entre la niebla, humedeciéndose con el rocío de la noche viuda, con el otoño pálido, solitaria por las calles, encogida de frío, depositando una lágrima en cada portal, en cada saliente de ladrillo, una lágrima de agua herida, acariciando el cristal de las ventanas con un dedo descarnado, murmurando un nombre de mujer, murmurando una vida, dibujando un rastro de ahogo y nostalgia en el suelo, derramando sin cuidado su pena azul, su pena.
         O como la de María, que gira empeñada alrededor de sus zapatos, arrastrándose igual que una maldición cenicienta, recordándole, al compás del corazón, que fue traviesa, que no hizo bien. Que gira alrededor de su sombra y se arrastra igual que un pecado encubierto, recordándole, al compás de sus pisadas, que fue egoísta. Que gira una y otra vez en torno a sus recelos, igual que un remordimiento amargo, siendo remordimiento amargo, que gira sin alivio, una y otra vez, alrededor de sus ojos inquietos, igual que la certeza incómoda de haber errado, siendo certeza incómoda, recordándole, al compás de su propio suspiro, que fue perversa. Maldito suspiro que delatas su tragedia, maldito escrúpulo, maldita culpa. Maldita, tú, maldita.
         O como la historia de Alberto, que llueve encaprichada y se arremolina bajo sus manos, que forma charcos espesos de envidia, que le arrebata la calma con su melodía impaciente, que le encadena las prisas y le enreda la cordura. Que llueve, testaruda, y se arremolina en los huecos de su conciencia, que forma barrizales de angustia, que le desvela el juicio con su chapoteo de infierno.
         Historias sencillas, historias que ruedan, como la de Alberto, que es la historia de un hombre que robó el amor de una mujer, María, y desvalijó el alma de Ernesto.


miércoles, 23 de enero de 2013

Paisajes de memoria


Hay un bosque de árboles altos junto al río,
que corre despacio.

Hay un río de aguas altas junto al camino,
que viaja con pies ajenos.

Hay un camino de hierbas altas junto a la casa,
que alberga vidas.

Hay una casa de muros altos junto al jardín,
que esconde secretos.

Hay un jardín de flores altas junto al columpio,
que regala vértigos.

Hay un columpio de vuelos altos junto a mi infancia,
que me resulta intrusa.

Hay una infancia de nostalgias altas junto a ese libro,
que encadena recuerdos.

Hay un libro de letras altas junto a la chimenea,
que susurra a la mecedora.

Hay una chimenea de fuegos altos junto al retrato,
que no reconozco.

Hay un retrato de colores altos junto a la ventana,
que me arroja fuera.

Hay una ventana de brisas altas junto al cielo,
que vigila los pasos.

Hay un cielo de nubes altas junto a la montaña,
que se cubre de senderos.

Hay una montaña de laderas altas junto al mar,
que es espuma y reloj.

Hay un mar de olas altas junto a la orilla,
que le roba al sol.

Hay una orilla de arenas altas junto a las rocas,
que son testigos.

Hay unas rocas de curvas altas junto a los balcones,
que me asoman.

Hay unos balcones de barandas altas junto a esas manos,
que son desconocidas.

Hay unas manos de caricias altas junto a esos ojos,
que están enamorados.

Hay unos ojos de azules altos junto a mi añoranza,
y una añoranza de melancolías altas junto al puerto,
y un puerto de grúas altas junto a un niño que mira,
embelesado, el ir y venir de los barcos,
embelesado, el ir y venir del tiempo.


lunes, 7 de enero de 2013

La vida huele


         Estoy en la sala de espera de un hospital. Estoy esperando algo, no sé muy bien qué es. Estoy mal sentado en una silla rígida, mal dispuesto a seguir esperando, y el olor del amoniaco me aterroriza. Está por todas partes. Es un monstruo de zarpas amarillas que me espía por la rendija de una puerta entornada. Es un monstruo agrio que me intimida y, con alevosía, me aparta de los demás olores, encubriéndolos.
         Ha salido un médico a la sala de espera, a esta sala blanca que es como la habitación secreta y siniestra de un extraño museo de cera. Somos pocos los muñecos, aunque suficientes para completar una colección insólita. Somos la obra maestra de un artista perturbado, un trabajo perfecto de imperfecciones. Si hubiera un espectador, afortunado o no, admiraría nuestra belleza. Pero el médico recién llegado no es más que un mero conservador de museos, implacable en su oficio. Se acerca despacio a uno de nosotros y le habla con murmullos.
         En mi infancia había murmullos como ésos, y olían a pan. En mi infancia había una diosa detrás de un mostrador, en una panadería, y todos la veneraban. Los hombres murmuraban junto a su puerta, enloquecidos, y yo acudía cada mañana a verla con el pretexto de un recado, con las monedas y mi firmeza débil de varón en un bolsillo, dulcemente estremecido, y le robaba con desmaña una sonrisa. Luego, regresaba a casa abrazado a su aroma a pan. Pero es el monstruo agrio quien ahora me aparta de él, egoísta y perverso, para acobardarme.
        El médico ha hecho llorar con sus murmullos al muñeco de cera, que poco a poco se derretirá, que acabará fundido por un dolor que debe de quemar como el fuego. O quizá más. Yo soy su próxima víctima, no hay duda, pues me ha mirado un momento con el disimulo torpe del verdugo. Se ha marchado, pero sé que volverá a por mí. En mi infancia había miradas parecidas, aunque más suaves e ingenuas, y olían a hierba mojada. Tenían la misma torpeza, la misma fugacidad. Eran las miradas de una niña en el parque, una niña del barrio en un parque del barrio, al atardecer, cada atardecer. Eran las miradas tibias y punzantes que me distraían del juego, de mis amigos, de mis años de adolescente, y que después me hurtaban el sueño en la cama. La almohada siempre me recordaba su aroma a hierba. Pero es el monstruo amargo quien ahora me aparta de él, malicioso y desalmado, para amedrentarme, para dejarme solo y desnudo de olores en esta habitación de museo.
         Ahí llega el médico de nuevo. Se acerca despacio.
         Sólo somos muñecos.