Como la de
Ernesto, que baja solitaria por las calles, con la madrugada, serpenteando
entre la niebla, humedeciéndose con el rocío de la noche viuda, con el otoño
pálido, solitaria por las calles, encogida de frío, depositando una lágrima en
cada portal, en cada saliente de ladrillo, una lágrima de agua herida, acariciando
el cristal de las ventanas con un dedo descarnado, murmurando un nombre de
mujer, murmurando una vida, dibujando un rastro de ahogo y nostalgia en el
suelo, derramando sin cuidado su pena azul, su pena.
O como la de María,
que gira empeñada alrededor de sus zapatos, arrastrándose igual que una
maldición cenicienta, recordándole, al compás del corazón, que fue traviesa,
que no hizo bien. Que gira alrededor de su sombra y se arrastra igual que un
pecado encubierto, recordándole, al compás de sus pisadas, que fue egoísta. Que
gira una y otra vez en torno a sus recelos, igual que un remordimiento amargo,
siendo remordimiento amargo, que gira sin alivio, una y otra vez, alrededor de
sus ojos inquietos, igual que la certeza incómoda de haber errado, siendo
certeza incómoda, recordándole, al compás de su propio suspiro, que fue
perversa. Maldito suspiro que delatas su tragedia, maldito escrúpulo, maldita
culpa. Maldita, tú, maldita.
O como la
historia de Alberto, que llueve encaprichada y se arremolina bajo sus manos,
que forma charcos espesos de envidia, que le arrebata la calma con su melodía impaciente,
que le encadena las prisas y le enreda la cordura. Que llueve, testaruda, y se
arremolina en los huecos de su conciencia, que forma barrizales de angustia, que
le desvela el juicio con su chapoteo de infierno.
Historias
sencillas, historias que ruedan, como la de Alberto, que es la historia de un
hombre que robó el amor de una mujer, María, y desvalijó el alma de Ernesto.