Así va, de dueño
en dueño, de seda en seda, de carne en carne, de sangre en sangre. Así va, sin
destino fijo, sin rumbo concertado. Es una daga pequeña de puño rugoso y frío y
guarnición dorada, afilada como un viento de invierno. Es mortal como un beso
envenenado, y se desliza en el tiempo cabalgando de muerte en muerte, y no
distingue inocente de culpable, ni discierne señor de vasallo o ama de
sirvienta, y no escoge nunca a su víctima. Así va, de mano en mano.
Aúlla el lobo a
la luna con dolor en mitad de una noche tramposa, aúlla el lobo mientras los
pies descalzos de la mujer acarician el suelo. La daga está escondida bajo la
almohada. Aúlla el lobo con angustia, con presagio, mientras la mujer oculta el
arma en un pliegue del camisón.
Así va, igual que
una fábula, viajando de dueño en dueño, igual que una canción de cuna, igual
que una herencia maldita, surcando los días, rasgando seda, abriendo carne,
dejando una estela sangrienta a su paso. Es una daga pequeña de puño áspero y
frío y guarnición de oro, y su filo hiere como la traición de un amante. Es
letal como un fuego de infierno. El resplandor de su hoja hechiza al que la
toma en sus manos, a aquél que la roba de su reposo, y conforta con su
sortilegio el ánimo asesino. Así va, sin ayuda de brújula, de mano en mano.
Implora el lobo a
la luna que se marche, que se aleje, que se lleve con ella la noche, mientras
los pies descalzos de la mujer recorren la oscuridad de la casa. Con la mujer
avanza un jadeo leve y un quinqué, con ella camina una sombra deforme, con ella
van la daga y la voluntad secreta de dar muerte. Implora el lobo a la luna,
pero es tarde.
Al final del
corredor, la habitación se halla entreabierta. Hay un hombre dormido en la
cama. Hay ventanas de par en par que arrebatan al cielo brillos de estrellas,
hay una última súplica del lobo, que llega ya distante y sin aliento. Hay, en
la estancia entreabierta, una brisa dulce y un aroma a pecado. Hay flores sobre
una mesa, también dormidas.
La mujer se
desprende del quinqué y de la cordura y se precipita hacia la cama. El hombre
despierta y la mira. El aturdimiento y la sorpresa se desvanecen pronto. Asoma
una disculpa a los ojos del hombre, asoma el miedo. En los de ella no hay temor,
sólo rencor y entereza: no volverá a tocarla.
Así es, pues, con
pesar y tragedia, cómo va esta daga pequeña, de mano en mano, de sangre en
sangre.