martes, 26 de noviembre de 2013

El poeta


         En las puertas del cielo, hay un ángel gordito y pamposado que bosteza nubecillas de colores. Es el encargado de anunciar las llegadas. Es, también, ése que ayuda con las maletas y enseña el camino a la habitación. Por una propina sería capaz de dar la bienvenida a alguien con trompeta y platillos. Bosteza colores y se hurga en los oídos; una vez, hurgando y hurgando halló una moneda. Es tan perezoso que, cuando duerme, ni siquiera ronca.
         Aquel domingo de diciembre, el ángel gordito estaba echando una cabezada en el portal del cielo, como era su costumbre. Antonio, al llegar, encontró al ángel hecho un ovillo sobre la silla de mimbre, soplando zetas azules. No lo despertó, pues caminó de puntillas, y, al pasar junto a él, le dejó un poema en el regazo.
         Más allá del portal, a Antonio lo aguardaban los dulces y el cava, el confeti rebelde y las luces traviesas de fiesta. La navidad es tiempo de reunión con los seres queridos, dicen, es momento de abrazos y de anudar nostalgias, y de partir un beso, y Pilar se había vestido con su mejor sonrisa.
         -Llegas tarde, bobo.
         -Lo siento –se disculpó él-. Me entretuve escribiéndote poesía.

         No es el amor, sino el amar la vida, recita el angelillo holgazán, con lengua torpe, lo que hace humano al hombre y le permite hundir su plenitud en quien se sueña.
      El ángel gordito entiende poco de poesía, pero disfruta releyendo aquellas palabras ensortijadas. Es el regalo de navidad más extraño que jamás ha recibido. Y el más hermoso. Se confunde con las letras porque Antonio las peinó con rizos.
         Amar es comprender que falta un mundo para dar en el centro del amor que llevo dentro.
         El angelillo perezoso anuncia, en las puertas del cielo, que está contento. Ha descuidado su oficio y, en lugar de propinas, recibe ahora reproches del jefe. Está contento porque las cosas han cambiado ahí arriba. La semana pasada se compró un lapicero y un cuaderno.

         Hoy es miércoles, y el ángel gordito no está en la puerta. Apoyado en el muro, un cartoncillo reza: Vuelvo enseguida.
         -¿Adónde ha ido?
         -Se fue a escuchar al poeta. Quiere ser como él.


lunes, 11 de noviembre de 2013

Libros


         Los tubos fluorescentes se apagan, uno a uno, como las fingidas fichas de un dominó luminoso y decadente, y el manojo de llaves, que rebota y cuelga de la cintura del librero, indica, con su cascabeleo, el camino hacia la puerta y la cercana ausencia del hombre huraño.
        Con el último chasquido de la llave en la cerradura, los libros se distienden y unos personajillos diminutos asoman las cabecitas con prudencia por entre las tapas de cartón.
           -¿Ya se fue? –pregunta una niña rubia, la del país maravilloso.
        -Sí, ya se fue –le responde un muchacho inquieto y travieso, un pícaro al que llaman Lazarillo-. ¿Vienes, rubita?
         -No, que he de escribir unas cartas.
         -¿A quién, a un novio tuyo?
         -A un coronel.
         El Lazarillo resopla y se aleja de la muchacha.
         -Tú te lo pierdes, boba. –Al chiquillo le prometieron unos hombres llevarlo con ellos hoy a un viaje fascinante, a un viaje al centro de la Tierra, y él había pensado que tal vez Alicia querría acompañarlo.
          Sobre uno de los mostradores de cristal, los personajes de una emblemática colmena se han reunido a escuchar los versos de un poeta que, según dice, acaba de regresar emocionado de Nueva York. Más allá, sentados en el borde de un estante, junto a un busto en madera de Jonathan Swift, un Drácula alicaído confiesa a Romeo su amor por Julieta, y el joven de Verona le sonríe y lo consuela rodeándole los hombros con un brazo.
         -¡Arre! –grita el revoltoso Tom Sawyer a lomos de Moby Dick, una ballena blanca convertida en el más extraño de los corceles-. ¡Arre, arre!
         En lo alto de la caja registradora, Robinson Crusoe comparte un té con un curioso invitado, el investigador Hércules Poirot.
         -Y éste es Viernes, mi criado.
         -Mucho gusto –dice el detective, y estrecha la mano del sirviente.
         Y más abajo, por entre el polvo y la ceniza acumulados al pie de la mesa, seis personajes van en busca de autor, y una niña perversa, Lolita, saca burla a un caballero maduro y arrebatado, y un ingenioso hidalgo hace frente con su lanza a la ballena blanca de Melville, y, manteniéndose en peligroso equilibrio sobre una esfera terrestre de cartón, un muchachito rubio de sempiterna bufanda al cuello riega la única planta de su mundo.
       Pero amanece enseguida, amanece con injusta premura, y los personajes de los libros regresan con dolor a su lugar antes de que el librero huraño los sorprenda, y ellos fingen entonces la más terrible de las farsas: no ser más que la invención de un puñado de locos.