jueves, 30 de enero de 2014

Reflexiones de alguien muy delgado


         Nací y me crié, casi invisible, a la sombra de su risa y de su mal humor, y caminé sin tregua alrededor de su cuerpo, regalándole unos suspiros que me fueron robados, y la abarqué sin brazos, y la acaricié sin manos, y la besé sin labios. Nací y me crié a la sombra de su amor, que me fue arrebatado, y tropecé mil veces en ella, y le causé dolor, y me bañó con sangre, y me maldijo.
       Ahora, cuando la veo despertar, cada mañana, cuando la veo amanecer con ese gesto enojado de niña consentida, la maldigo yo, la maldigo desde mi destierro, la maldigo con ahogo por haberme arrancado de su lado, por haberme confinado a mi caja, maldita niña malcriada, maldita criatura adorable.
         He conocido manos más dulces que las suyas, más diestras, más cariñosas, más cálidas y atentas que las suyas, he disfrutado de un halago espontáneo, impensable en ella, he sentido la presión de unas yemas mil veces más suaves y delicadas que las suyas, más humanas que las suyas, pero no me conforta, porque es su torpeza y su desdén lo que añoro, porque es su desaire lo que imploro, cuya ausencia me condena.
         Maldita niña mimada, malditos ojos de ángel travieso y maldito su mirar de tormenta, maldita risa de caramelo, malditos labios de primavera, maldito caminar de marejada, maldito su aliento de vida, que tanto me falta, que tanto me ha quitado. Maldita seas por ser lejana, maldita seas porque me rindes, porque me mueres.
         La inercia en mi caja es mayor sin ti, es más fría y más de acero. La compañía de las otras no consuela. Ya no hay caricia que compense un poco, ya no hay rumor de pájaros en la ventana, ya no hay murmullos alegres de lluvia, ni vientos silbando fiesta, ya no hay aromas a domingo en la habitación, no en mi caja.
       Estúpida criatura ingrata, estúpida criatura de hielo y de brumas. Estúpida e insensible juventud. Escaparé de mi caja, algún día, y me perderé en el pajar para que nunca me encuentres.


jueves, 16 de enero de 2014

Caperu


         Sustituyó la caperuza roja por un pañuelo blanco y la capa por un pareo floreado, pero seguía siendo ella. Se desentendió de la cestita de mimbre y ahora lucía un bolsito negro de cuero y remaches donde sólo tenía cabida el mechero y las llaves de casa, pero seguía siendo ella. Había cambiado los zapatitos rojos por unas botas que le cubrían las piernas más allá de las rodillas, pero seguía siendo ella. Y tampoco tarareaba cancioncillas silvestres, sino extrañas e irreconocibles melodías.
         -Si baaang, si baaang...
         Y, además, había abusado del carmín y del perfume de melocotón.
         -Si muuu, si muuu...
         Aunque, no nos engañemos, a los ojos del lobo seguía siendo la misma encantadora y dulce criaturilla.
        -Qué sorpresa –dijo el lobo, embutido en su disfraz de guarda forestal-. Tú por aquí, Caperu. ¿Y eso?
         -Hola.
         -¿A visitar a la abuela?
         -Te importará mucho a ti.
         -Qué insolente que eres, hija.
       La niña pasó de largo, apretando el paso. El guarda se enjugó la baba y se pellizcó la bragueta. Y echó a correr.
         La puerta de la casa estaba entornada.
         -¿Abueli?
         -Pasa, nena. Estoy en el dormitorio.
         -Te he traído tabaco.
         -Déjalo en la mesita, anda.
         -Huy, tienes los ojos mogollón de raros, abueli.
         -Los tengo así para... para... para ver mejor en la oscuridad.
         -Y tienes las uñas superlargas.
         -Las tengo así para... para hacerte cosquillas mejor, cariño.
         -Y los brazos... Mírate los brazos, abueli: llenos de pelo.
         -Para soportar mejor el frío, Caperu.
        De repente, la auténtica abuela de la niña abrió la puerta del dormitorio de una patada y apuntó con la escopeta al lobo.
         -¡Jobar! –se sorprendió la niña-. Si tú estás ahí, abueli, ¿quién es esta abuelita?
       -Un impostor pervertido –le contestó, sin dejar de apuntar al intruso-. Aparta, que le voy a meter el cartucho por donde hace caquita.
         -Conténgase, señora –le pidió el lobo-, que yo ya me iba.
         -A ti te voy a enseñar yo modales, degenerado –masculló la anciana.
         Y apretó el gatillo, pero la escopeta era una reliquia y no hizo pum, y el lobo aprovechó la circunstancia para morder a la abuelita en el cuello y a la niña en un pezón. Y después se marchó, silbando satisfecho.