lunes, 17 de marzo de 2014

María


         Como llovía, se refugió en la marquesina de la parada. Y allí, sentada y en silencio, mientras esperaba el autobús, descubrió por azar que su vida iba a desencajarse. Porque vio pasar a su marido en un coche oscuro, sonriendo, y a una mujer, en el mismo coche, que abrazaba a su marido igual que lo había hecho ella años atrás, al conocerse.
         Como llovía, caminó deprisa, sorteando los charcos. Se dijo que no lloraría, se prometió que no lo haría. Quizá más tarde, pero no allí, no en la calle. Y cada paso que dio, cada golpe de tacón en el suelo, le recordó que no era, que nunca había sido una mujer fuerte. Y antes de alcanzar la esquina, las piernas le fallaron y la arrojaron al suelo.
         Como llovía, tenía las mejillas mojadas, y ni ella misma reparó en que había faltado a su promesa. Alguien la recogió del suelo y la condujo a un lugar seco. Le quitaron los zapatos y le prestaron una toalla limpia. Le ofrecieron un café muy caliente y un asiento junto a una ventana.

         María, mírame. ¿Qué ha pasado? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Ha sido por él? María, estoy aquí. Estoy contigo.

         Como llovía, le pidieron por favor que no se marchara, que aguardara a que mejorase el tiempo. Estaba en una cafetería discreta del centro, sentada junto a una ventana muy amplia. Tenía los pies descalzos y una lágrima escondida bajo el mentón. Habían sido muy amables con ella. Le preguntaron si había resbalado, y ella respondió que sí, que habían sido los zapatos.
         Como llovía, le dieron un paraguas. Ella no quiso aceptarlo, pero insistieron. Le dijeron que era una mujer preciosa y que no debía llorar. Se marchó, agradecida. Y caminó deprisa, sorteando los charcos.

         María, mírame. ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? ¿Ha sido él? ¿Has vuelto a verlo pasar frente a la parada? ¿Has vuelto a ver el coche oscuro? Estoy aquí, María. Estoy contigo. Estoy aquí.


martes, 4 de marzo de 2014

Indiferencia


         Se ríe de mí. La miro, le acaricio las mejillas con un soplo y camino sus párpados con un dedo que tiembla de miedo, y ella, entonces, se ríe de mí. Su desdén ciego es un desmayo gris que me va y viene por el cuerpo dejando un rastro de aliento pobre, un recorrido amargo y tambaleante que araña la sangre y traza un surco frío entre los huesos. Una espina verde atravesada en la garganta, un relámpago de hielo alojado en el corazón.
         La quiero, pero el calor de mi entusiasmo desfallece, con cada golpe de mar, en la orilla desnuda de su indiferencia. Me ahogo al toparme con sus ojos inquietos, me ahogo mil veces al toparme con el deseo de abarcar su pensamiento, tan ensortijado. Ella es terciopelo afrutado, es aroma de azúcar mudado en cristal oscuro, es un amanecer tibio en mitad del invierno, es la promesa de un beso fugaz detrás de las cortinas, es mi locura mudada en cristal oscuro. Es, si sonríe, toda una vida.
         Se burla de mí. Su descaro de niña impaciente está jugando con los jirones de mi calma. La divierte mi naufragio. La miro, le estremezco el cabello con un soplo y camino su pecho con un dedo que tiembla de pánico, y ella, entonces, se burla de mí. La miro, le desbarato los nudos de su vestido con un soplo y camino su vientre con un dedo que tiembla de terror, y ella, entonces, se burla de mí.
         La miro, y ella, que hoy lo significa todo, que a un tiempo es llanto y primavera, se ríe de mí. Y yo desfallezco, con cada golpe de mar, en la orilla desnuda de su indiferencia.