jueves, 31 de diciembre de 2015

El actor


         Es el títere que hila y miente mentiras, el muñeco instruido por el poeta. Es la marioneta del pueblo, el pasatiempo de las gentes ociosas. Es la distracción del niño inquieto, el complemento de un regalo de cumpleaños, el adorno fugaz del salón.
          Es todo eso, soy todo eso, y, tal vez, algo más.
      Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están mirando al actor con ojos doblados. Es cosa del alcohol, que quita los velos. Han visto más allá de su interpretación, han descubierto que detrás de su engaño sólo hay un muchacho iluso haciendo aspavientos ridículos. Sus ojos le hacen daño porque están untados de burla.
         Necesito aire. Que alguien me libre de esas miradas. Necesito respirar. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien que pueda escucharme?
         Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están matando al actor con su saña torcida. Es cosa de la envidia, que brota inquinas. Todos querrían, aun por un solo momento, ser protagonistas de esta tarde más de sábado. Todos querrían, como él, robar por un rato la atención de los otros. Su saña está matándolo porque le llega en oleadas frías, sin aderezo, porque la envidia no tiene adornos.
         Necesito un descanso. He de sentarme un poco. ¿Alguien tiene una silla para mí? Con una sonrisa me basta, es suficiente. ¿Alguien tiene una sonrisa para mí, para que pueda sentarme? Necesito descansar, necesito aire. Un receso, señor juez. Mi condena es a muerte. Pagaré por mi vanidad de actor, por mi soberbia de actor. Pero consiéntame ahora un descanso, se lo suplico. Líbreme de esas miradas. Necesito una butaca para sentarme. Apárteme de ese rencor, que duele.
         El actor es el títere que hilvana, engorda y miente mentiras, el muñeco que adiestró el poeta. Es la marioneta antigua del mundo, el recreo viejo de las gentes. Es una patraña usada que vive de soñadores y se hace grande entre ellos.
         Se me ha clavado una lágrima en la mejilla. Me ha desgarrado la piel. Es un puñal pequeñito que abre la carne y siembra una culpa. Por nacer otra cosa me hiere, por eso, por nacer otra cosa y forzar el destino.
         Ser actor es ser payaso despintado. Y no parece haber recompensa.
         El aplauso, en la fiesta, no es para mí. No puede serlo. No lo quiero.


martes, 15 de diciembre de 2015

Navidad a solas


         De niño, Emilio había disfrutado de la Navidad hogareña y clásica que se pinta en las postales. En las Navidades de su infancia siempre hubo una mesa larga, inacabable, sembrada de platos y de risas, y un árbol adornado junto al televisor, preñado de regalos. Hubo una abuela risueña y sin reproches, unos padres amables y unos hermanos cariñosos que hacían bromas. Hubo sidra, dulces y promesas. Hubo un gato, el de la familia, al que colocaron un gorrito rojo el día de Nochebuena. Hubo abrazos y buenos deseos. Hubo paz. Hubo alegría, de ésa que se refleja y se pinta en las postales. Hubo de todo.
         Luego, Emilio había crecido hasta convertirse en un muchacho grande y listo. Se interesó por las matemáticas, se enamoró de los números y acabó contrayendo matrimonio con una empresa de finanzas. Le fue muy bien. Ganó mucho dinero, más del que nunca habría creído posible. Compró un coche lujoso y una mansión en el barrio más caro. Dejó de ver a su familia; se limitó a llamar por teléfono. Tenía tanto trabajo en la oficina, tantos números que ordenar, tanto dinero que invertir y desinvertir… Y cambió la cena de Nochebuena en casa por un bocadillo en su despacho. Necesitaba hacerlo; su tiempo era valioso, su tiempo era dinero. Mientras el resto del mundo se limitaba neciamente a brindar y a comer turrón, él podría multiplicar su riqueza. Y así fue.
         Pero ocurrió, unas Navidades, que Emilio recibió una visita inesperada en su despacho. Era un hombre bajito de gabardina azul y bigotes blancos que le propuso el mayor y más próspero negocio de su vida: le ofreció, a cambio de un céntimo, todas las cosas materiales del mundo. Emilio pensó que era una broma, aunque aceptó de buena gana. Estrechó la mano del hombre y brindaron por el trato. Al día siguiente, cuando despertó en su mansión del barrio más caro, comprobó que el hombre no había bromeado. En el salón, junto a la chimenea, había un saco enorme repleto de llaves: eran las llaves de todas las casas de la ciudad, y no sólo de aquélla, sino de todas las demás ciudades del mundo. Salió a la calle y vio que estaba desierta, pero no importaba, no importaba porque todo era suyo, cualquier cosa que hubiera en la calle llevaba su nombre escrito, y los restaurantes estaban abiertos para él, aunque vacíos, y había cientos de platos humeantes en las mesas vacías, para él, y miles de flores en las floristerías vacías, todas suyas, y millones de pasteles en las pastelerías vacías. ¿Dónde se había metido la gente? ¿Y qué importaba? Todo era suyo. Los edificios más altos, los aviones, los barcos, los países… Vacíos de gente, pero suyos. Había logrado el éxito, el auténtico éxito. Era el rey del mundo. Había reunido la mayor de las fortunas. ¿Quién le prepararía ahora el bocadillo de Nochebuena?, se preguntó. ¿Y qué importaba, demonios? ¿Acaso la Navidad no era maravillosa? ¿No lo era?
          Después se echó a llorar. Y deseó morir con todas sus fuerzas.


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Su tristeza


          Estuvo llorando toda la noche. Cuando amaneció, las lágrimas cubrían la alfombra. Huyó de la almohada. Caminó a tientas, palpando las paredes, cegada por los recuerdos. Tropezó con los fragmentos usados de su dignidad y a punto estuvo de caer. Abrió el grifo, a tientas. Más lágrimas. Y con ellas se lavó la cara.
         Desde lo alto de la torre, el hombre le hacía gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Estoy aquí, le decía. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, lejano, diminuto, apenas un punto en el horizonte, apenas un borrón de tinta en una hoja enorme, vacía y blanca.
         Desayunó, a tientas. Dejó un rastro de mermelada por el pasillo de la casa, por el pasillo que forman las casas bajas, por el pasillo que forman los puestos del mercado. Vio a un niño sentado en el suelo, con las manos cubiertas de barro, con el rostro cubierto de inocencia. Le ofreció una sonrisa, pero el niño no pudo aceptarla. Lo siento, le dijo, no puedo aceptarla. Se alejó, a tientas.
         Desde lo alto de la torre, el hombre le hizo gestos para que lo mirase, para que le prestara atención. Me dejaré caer, le dijo. Estoy aquí, princesa. Desde lo alto de la torre, ajeno, minúsculo, apenas una brizna de hierba helada en un paisaje de invierno, apenas un borrón de tinta en su memoria, vacía y blanca.
          Quiso llorar, de nuevo. Su corazón, a tientas, se agitó con tristeza en el pecho. El sol de la tarde, indiferente, brincó entre los tejados sucios con descuido. La mujer huyó. Dejó un rastro afrutado de melancolía, de caramelos amargos. Esquivó a las personas sin rostro que aparecían en el camino, trató de sortear sus manos agarrotadas. La noche se reflejó en las ventanas y le desgarró el vestido. Huyó, se alejó de la torre, y se ocultó, a tientas, entre las sombras mudas de su tristeza.


martes, 20 de octubre de 2015

Niños


         Son cinco hermanitos, son criaturas candorosas, son cinco pequeñajos que retozan sin maldad y sin descanso por la casa a cualquier hora del día.
         Uno es moreno y tiene remolinos en el cabello. Se llama David.
         -Davizzz –lo llama la huevona de su madre-, deja al abuelito en paz.
         El abuelito murió esa mañana. Está dentro de la caja, cruzado de brazos, muy serio, y el niño se entretiene hurgándole en los agujeros de la nariz. A los que vinieron a dar el pésame se les ha revuelto el estómago.
         -Davizzz, anda, deja al abuelito.
         Otra de las criaturas es pelirroja y tiene pequitas en la cara. Se llama Gloria. La abuelita, que está deshecha por el dolor, ha preparado unos canapés de salmón para las visitas, pero la niña se comió el salmón de los canapés en un descuido de la abuela y los untó luego con el paté que quedaba en el frasco de Lulo, el gato, y le dijo a la abuelita que ya se encargaba ella de servir la bandeja.
         -Está rico –comentó alguien-. ¿Qué es?
         Otro de los críos es rubio y tiene los carrillos muy rosados. Se llama Carlitos. Ha descubierto un truco la mar de chulo: colocando una batería de coche en la mesa de centro, oculta en la maceta de flores plastificadas, y conectando entre sí las cucharillas de café y la batería con un cable pelado, puede hacer que a los mayores les salgan chispas azules por el culo.
         Otro de los angelitos se llama Pablo y tiene el cabello del color de la miel. Su especialidad es engatusar a las hijas de los amigos de papá y de mamá y conducirlas a su cuarto con la excusa de enseñarles sus videojuegos, pero lo que les enseña realmente es la colita, y las niñas se llevan invariablemente las manos a la cabeza, primero, aunque después siempre acaban compartiendo con él los secretos mejor guardados de su anatomía floreciente.
       Y la última de estas ricuras es Laura. Tiene el pelo ensortijado y negro, y ojos grandes y oscuros. Está enojada con papá porque él dice que todavía es muy pequeña para salir a bailar con las amigas.
         Mamá la mira con una mueca de reproche:
         -¿Puede saberse dónde has estado? Mira cómo te has puesto de grasa.
         Los asistentes al velatorio se agitan y tosen incómodos.
         -¿Alguien quiere un café? –pregunta el papá de los niños-. ¿Nadie?
         Laura se acerca a Carlitos y le susurra al oído:
         -No te preocupes. Al final siempre hay alguien que lo toma.
         -¿Qué llevas ahí?
         -¿Esto? Son los frenos del coche de papá.


lunes, 31 de agosto de 2015

En un día de vacaciones


         Las opciones son ridículamente limitadas, pero al señor Mateo, que ostenta una imaginación tan grande como el edificio de oficinas de su empresa y un optimismo similar en tamaño a su soledad, la proximidad de su único día de vacaciones le contagia una alegría revoltosa y juguetona.
         Porque, en un día y proponiéndoselo con firmeza, el señor Mateo puede hacer maravillas. Lo jura por su madre, que murió el mes pasado, la pobre, que era lo mejor que podía haber sucedido, que así ya no sufre más, que era una santa, un pedazo de pan.
         El señor Mateo tiene pensado coger mañana el coche y devorar los kilómetros que lo separan de la playa. Cuatro horas y en la arenita fina, boca arriba, coloreándose como una gamba. Más tarde, cuando el sol de mediodía apriete y la especulación inoportuna de un cáncer epidérmico atraviese con alarma su somnolencia, el señor Mateo recogerá la toallita y la riñonera y se refugiará gustosamente en la barra del chiringuito toldero, pedirá una cerveza fresca, haga usted el favor que me estoy derritiendo, y deslizará su mirada de vigía de un bikini a otro con rostro impasible, con el rostro imperturbable de quien se maneja con soltura en el arte quimérico de no sucumbir al embrujo femenino. Y, cuando decida que una mujer es merecedora de su reparo, mejor bien provista de pechugas, que más vale que sobre que no que falte, y obviando aquella premisa incómoda que advierte de que tiran más dos tetas que dos carretas, el señor Mateo avanzará descalzo por entre las dunas de arena, o las brasas, se arrodillará junto a la dama, futuro blanco de sus más acalorados piropos, qué ojos, niña, que parecen los luceros que alumbran la Tierra en las horas en que el mundo duerme, y la invitará amablemente a tomar una cerveza fresquita en el chiringuito, o en otro sitio, a mí me da igual, donde tú quieras, tú que conoces esta zona, yo no vengo mucho, y luego comerán juntos una paellita, pago yo, niña, faltaría más, e irán de compras a... bueno, adonde va todo el mundo, mira cómo me queda este vestido, ¿te gusta, nene?, estás de capricho, reina, y es que con esa percha..., y pasearán por las calles húmedas de la capital costera, y tomarán un helado, y al señor Mateo se le formará un pellizco en el vientre al verla lamer con exagerado ahínco la bola cremosa de leche merengada, y se detendrán, cogidos de la mano, frente a los escaparates de las oficinas inmobiliarias y leerán, alternativamente y en voz alta y suave, los anuncios de los pisitos en alquiler, o en venta, y suspirarán juntos, haciendo planes, y después, por la noche...
         -¿Se va usted mañana a alguna parte, señor Mateo? ¿Tiene planes?
         -No lo sé, hijo –responde él al muchacho, que es nuevo-. No lo sé.


lunes, 20 de julio de 2015

Viajar en una manzana


         Se oculta tras un pecado. Es muy pequeño. Se encaramó a una manzana y ahora contempla desde su cima el paisaje. La Luna se pone, y él tiembla de frío. Las notas torpes de un piano lo hacen temblar de frío. Te quiere, no te quiere, te quiere. Acaricia con timidez el contorno de sus recuerdos, que lo persiguen siempre en las medias noches y acaban alcanzándolo cada madrugada. Suspira, se estremece.
         Su manzana se eleva y recorre en ella el mundo. La brisa le revuelve el cabello y le enreda los deseos. No hay algodón en las nubes, es miga de pan y mantequilla. Te quiere, está seguro. En su bolsa de viaje hay un rayo tibio de sol; lo compró para ti. La marea sube, las olas del mar caminan de puntillas, temerosas de quebrar el chocolate. Un tendedero en el patio, lágrimas desteñidas prendidas con pinzas de madera. La Luna se pone, y él tiembla de miedo. Los colores torpes de su fantasía lo hacen temblar de miedo. Guarda las manos en los bolsillos del pantalón; quizá las necesite más tarde.
         Su manzana surca la nieve de las montañas. El vértigo le revuelve el cabello y le enreda la cordura. Te quiere, hoy te quiere. El resplandor intenso de la noche lo ciega. Hay un surco de caramelo en su conciencia. Hay un vestido rasgado junto a la cama, y alguien tocando al cristal de su ventana. Acude a abrir, y las olas del mar irrumpen en la habitación, quebrando el chocolate. La Luna se pone, y él tiembla, y las horas torpes del día se elevan en el horizonte, arrebatándole la juventud.
         Te quiere, está seguro, pero hoy se oculta tras un pecado.



miércoles, 24 de junio de 2015

Josefa pasa hambre


          Josefa, la vieja y famélica pianista, había tenido un canario. El animalillo le había hecho compañía durante varios meses. El animalillo, que respondía con orgullo al nombre de Mozart, había rellenado con sus dulces cánticos las tardes solitarias y amargas de Josefa. Pero el hambre lo puede todo, bien lo sabe ella. La semana pasada se merendó al músico después de debatirse en una tormentosa lucha consigo misma en la que acabó venciendo el instinto de supervivencia. Se zampó al canario sin reparos.
         Ahora lo lamenta. Lo lamenta porque los días siguen siendo tristes y no tiene quien le haga compañía. Lo lamenta porque el hambre sigue estando presente en su vida, retorciéndole las entrañas. De qué le sirvió comerse al pajarillo, se pregunta.
         Son las once de la mañana y no tiene nada que llevarse a la boca. Por el suelo, junto al zócalo, corretea una cucaracha muy flaca. Josefa la observa un instante y después mira para otro lado; no quiere ni pensarlo.
         Su marido, Basilio, está tumbado en el suelo de lo que antes fuera la cocina, con un ojo cerrado y el otro medio abierto, vigilando de soslayo el frigorífico. Le ha dicho a su mujer que el frigorífico tiene el pensamiento de huir de la casa. Él le ha garantizado que lo impedirá a toda costa, palabra de honor. Josefa, cuando lo oye delirar de este modo, ahoga un lamento en lo más profundo de su vientre.
         -Cariño -lo llama ahora.
         -Qué -responde Basilio.
         -No puedo más.
         -No puedes más de qué.
         -Me muero, Basilio. Me muero, te lo juro -dice ella, rota de desconsuelo.
         -Aguanta, mujer.
         -No puedo.
         -Sí puedes. Aguanta.
         Josefa llora tímidamente. Se cubre los ojos con una mano y baja el rostro.
         -No puedo, ya no... -murmura.
         -¿Por qué lloras, tonta? -El tono áspero de Basilio le pone los pelos de punta. Ella lo quiere, lo ama realmente, pero el pobre se ha vuelto tarambana. Su marido, por más que le duela admitirlo, está más chiflado que un becerro tuerto.
         -No lloro -dice, entre suspiros-. Es la emoción, cariño.
         -¿Qué emoción, mujer?
         -Hoy es nuestro aniversario. ¿Ya no te acuerdas?
         Basilio, que se pone muy violento con estas cosas, sale de la cocina y se dirige con paso firme y medido hacia el vestíbulo. Josefa lo contempla con desmayo.
         -¿Adónde vas? -le dice ella.
         Y él le miente:
         -A comprarte un regalo.


miércoles, 20 de mayo de 2015

El ataque


         Don Roberto se sentó en la mecedora y hurgó en su pasado. Lo conmovió la distancia entre los recuerdos y el color antiguo de las caras. Lo sorprendió el estruendo de los cacharros en la pila, el que siempre había formado su madre al fregar.
         -Roberto, cielo, alcánzame la jarra.
         -Mamá, cuánto tiempo...
         -Alcánzame la jarra, hijo.
         -Sigues igual...
         Lo aturdió la imagen de su padre junto a la ventana, mirando de reojo la calle, asintiendo en silencio.
         -Papá.
         -¿Qué quieres? No tengo dinero.
         -¿Cómo estás?
         -Fastidiao.
         -Me alegro de verte.
         -No digas tonterías.
         Lo atemorizó el sargento, el diablo uniformado, y se apretó contra la pared.
         -Eh, novato, ven aquí.
         No fue. O quizá sí, pero miró hacia otro lado. Miró hacia la ventana de María, que se estaba asomando.
         -¡Guapa!
         -Roberto, como te vea mi padre por aquí, me pela.
         -Baja un rato, anda.
         -Ahora no puedo.
         Lo emocionó ver a María en la habitación del hospital, con la Martita a su lado, en el hueco de los brazos.
         -¿Duerme?
         -Como un ángel.
         Y lo apenó verla después, a la Martita, llorando en la calle, encogida, porque un chico la había dejado plantada. Su primer desengaño.
         -No llores, tonta.
         -Déjame.
        Luego, don Roberto se cansó de hurgar y echó una siesta en la mecedora. Sonreía como un bobo, como un bobo feliz. El médico contó a sus hijos que había sido fulminante.


martes, 21 de abril de 2015

Anhelo


Estimada nostalgia:

         Te escribo estas líneas porque albergo la esperanza de que, al hacerlo, lograré desprenderme de esta abrumadora melancolía. En cada rincón de la casa, hay una fracción de su presencia. En cada estancia, hay una nueva esencia que reconozco como suya. He sido muy feliz. Mi querida nostalgia, debo confesarte que he sido muy feliz. Pero, ahora, el amargo tormento que provoca la distancia insalvable me debilita el ánimo. Mis pasos perdieron la firmeza de ayer, mis pensamientos extraviaron su aplomo. Si pudieras ayudarme a vencer esta niebla espesa e impenetrable, si pudieras tenderme una mano y librarme de mi tortura... El tiempo se aferra a las paredes, hendiendo en ellas sus garras. Las horas del reloj han quebrantado la esfera y, después, han huido. Lejos, a algún lugar desconocido.
        Te escribo estas líneas, mi estimada nostalgia, porque aliento la certeza de que, al hacerlo, conseguiré despojarme de esta opresora tristeza. En cada rincón de mi cordura, hay una fracción de su presencia. En cada uno de mis gestos, hay una nueva añoranza. He disfrutado de una dicha que no merecía. Mi caprichosa nostalgia, debo confesarte que he sentido una dicha que, de tan ingente, llegué a considerar injusta. Pero hoy se ha desvanecido. Mi traviesa nostalgia, debo confesarte que he experimentado una felicidad que, de tan inmensa, llegué a creer obscena. Pero hoy se ha disipado. Si pudieras ayudarme a doblegar esta calma frenética que ahoga mi juicio... Si pudieras tenderme una mano y librarme del remordimiento…
         Es tanto el anhelo, es tanto, es todo, es sólo eso, es anhelo, es cuanto tengo, es sólo cuanto tengo, anhelo, cuanto tengo, y el tiempo se aferra a las paredes, hiriéndolas con sus garras.


jueves, 19 de marzo de 2015

Como al ratón


          A Eduardo le ocurrió como en la fábula del ratón azul, como en ese cuento despropositado del roedor avaricioso que coleccionaba margaritas. A Eduardo, igual que a muchos hombres, le pudo la codicia del amor. Ahora le duelen las manos de tanto esconder en ellas el rostro, ahora llora penas de niño y se pellizca los recuerdos culpables que le suben por el pecho. Ahora, pero antes no.
         El ratón azul de la fábula había buscado con afán un puñado de margaritas con que poder rellenar su almohada. Robó seis de un jarrón del comedor, y tenía suficientes, pero se le antojó hallar una más. De modo que abandonó la casa y salió al jardín a buscarla. Esquivó el perro del jardinero, correteó inadvertido por el gato que dormía en la ventana y se ocultó en un ladrillo para que no pudiesen verlo las niñas del columpio, y allí esperó a que todo el mundo se marchara y lo dejaran solo. Cuando lo hicieran, arrancaría las margaritas que adornaban la escalera breve del porche. Serían todas para él. No sólo rellenaría la almohada, también el colchón, y forraría la alfombra, y cubriría las paredes…
         A Eduardo le ocurrió como al ratón de la fábula, que tenía suficiente y deseó más. Le bastaban unos labios y quiso besar más, lo saciaban unas caricias y anheló la embriaguez de muchas otras. El saco de la avaricia está deshilachado, es frágil, y únicamente soporta el peso de una carga discreta. Ahora lo sabe, pero antes no.
         En el jardín de las margaritas, la noche resbaló entre las enredaderas y trajo consigo una brisa fría que helaba palabras y suspiros. El jardinero acabó el trabajo y se alejó con su perro, el gato se refugió junto a la chimenea y las niñas del columpio olvidaron el juego por esa tarde. Entonces, el roedor azul surgió del ladrillo y, como era la primera vez que abandonaba la casa y no sabía orientarse en la noche, desprendió los pétalos de sus seis margaritas y los depositó en el suelo a medida que avanzaba, igual que las miguitas de pan de otro cuento.
         A Eduardo le ocurrió como a este ratón de fábula, que no supo contentarse, que no supo hallar belleza en la sencillez. La brisa fría que vació el jardín fue la misma que se llevó después los pétalos de las margaritas, arrastrándolos lejos del roedor azul. A Eduardo lo castiga otra brisa fría, la del desprecio y la indiferencia. Es casi un viento helado que agrieta las mejillas y corta la piel de los brazos. Ahora sabe cuánto duele, pero antes no.


jueves, 19 de febrero de 2015

En la calle


         Viste de verde, luce verde desde la coronilla hasta el talón, rabadilla incluida. En los días de mucho frío, aún luce más verde, porque se cala un gorro orejero de color primavera y embute las manos en unos guantes del mismo tono. Toda de verde, de verde esperanza, de verde abeto, de verde flema, de verde mar (cuando es verde), de verde Lorca...
         -¿Verde poeta o verde murciano, mamá?
         -Verde melón, como tú.
         -No te metas con mi culo.
       -No estoy metiéndome con él, cariño, sino con el higo chumbo que tienes por cabeza, que también lo hay en verde.
         -Me voy, que llego tarde.
       En la calle, nunca sabe por dónde empezar. El supervisor aparenta tenerlo claro, pero es mentira. No hay claridad en la calle, todo es embrollo: las cajas de la frutería, el cartón de vino, las bolsas que trajo el viento, la manga de una cazadora, un zapato...
         -Cuarenta y dos –dice. Es un juego.
         Gira el zapato y escupe en la suela, y luego la frota con el dedo: cuarenta y uno.
         -Vaya ojo que tengo. Ojo de tuerta.
        Se ríe. O te ríes o te lloras, no hay más. Aprieta el trasero, niña, que vienen flacas y empitonan.
         Anda, un chico nuevo. Qué mono. Se llamará Eduardo, como el sobrino de Enriqueta. Qué ojos, virgencita. Y qué dientes; parecen peladillas.
         En la calle, nunca sabe una por dónde meter mano. Dan ganas de coger el carrito y dejarse caer cuesta abajo. A escobazos les quitaría el polvo a las farolas. ¡Pim, pam, que voy! ¡Apartándose, que es gerundio imperioso! Y después se empotraría con el carro en la fachada de la pastelería, la del chaflán.
         Mañana se monta, paciencia. Aguanten los perros que mañana se tira con el carro calle abajo. A ver si con un poquito de suerte da con la cabeza en el cristal del escaparate y lo rompe, y se muere encima de la tarta de limón.
         Otro zapato.
         -Treinta y nueve.
         Gira y escupe. Frota. Cuarenta y dos.
         -A la mierda.
      El de los dientes de peladilla la contempla con guasa desde la parada del bus; anuncia calzoncillos.
         Ella le da en el morro con la escoba. Y le dice, muy suya:
         -Ve a burlarte del culo de tu prima, rico.


jueves, 22 de enero de 2015

Gloria


         Amaneció, y no era la primera vez. En el mundo de Gloria, amanecía cada mañana. A ella le había contado un pajarito que el sol jugaba al escondite por las tardes, que se ocultaba detrás de las montañas antes de que la luna lo descubriera y que no asomaba la cabeza en toda la noche por miedo a perder la partida. A Gloria le había contado el pajarito que una vez, hacía mucho tiempo, el cielo no había sido azul, sino blanco, que antes de raso y frío había sido una alfombra de terciopelo y algodón caliente, pero que una lluvia de meteoritos lo había hecho jirones, y que esos jirones, que ahora se llamaban nubes, despertaban cada mañana y trataban de hallar, entre bostezo y bostezo, la forma original del tapiz rompecabezas.
         Amaneció, y no era la primera vez que Gloria abría las ventanas y sonreía como una boba al sol más tímido del día.
         -Tú no te escondes de la luna para jugar, sino porque te da miedo –le dijo una mañana, y el sol arrugó la frente y le dio la espalda, enfadado.
         A Gloria le hacía mucha gracia que el sol cogiese una rabieta. No lo veía arrugar la frente, pero podía imaginarlo. El pajarito le había contado que el sol era un niño mimado y friolero que los días de invierno se quedaba holgazaneando en la cama, y que dios intentaba despabilarlo arrojándole aguaceros y nieve, y soplándole fuerte, aunque casi siempre se salía con la suya. El pajarito también le dijo que, cuando el sol estaba de buen humor, se asomaba entre las nubes y dibujaba una bufanda de colores en mitad de la lluvia, y que no le importaba el riesgo de pillar un resfriado.
           Gloria nunca había visto la bufanda, pero podía imaginarla.
         El caso es que amaneció, y no era la primera vez que su madre la sorprendía en la ventana mirando el cielo. Su madre era el pajarito que le contaba todas aquellas cosas, y muchas veces, después de inventar historias para Gloria, se encerraba en su cuarto, igual que el sol, y escondía la cabeza en la almohada, igual que el sol, y lloraba un poco, como el sol, pero luego se armaba de valor y fingía una broma delante de su hija.
           Amaneció, y eso significaba que había pasado un día más, o que restaba uno menos, o que el sol se había hecho mayor, como Gloria, o que se acercaba el momento en que la muchacha dejaría de imaginar las cosas que le contaba el pajarito y que por fin podría verlas, porque a la madre de Gloria alguien le contó que un médico muy prestigioso era un mago de la cirugía, y que muchos niños habían logrado recuperar la vista.