Josefa, la vieja y famélica pianista,
había tenido un canario. El animalillo le había hecho compañía durante varios
meses. El animalillo, que respondía con orgullo al nombre de Mozart, había
rellenado con sus dulces cánticos las tardes solitarias y amargas de Josefa.
Pero el hambre lo puede todo, bien lo sabe ella. La semana pasada se merendó al
músico después de debatirse en una
tormentosa lucha consigo misma en la que acabó venciendo el instinto de
supervivencia. Se zampó al canario sin reparos.
Ahora lo lamenta. Lo lamenta porque los
días siguen siendo tristes y no tiene quien le haga compañía. Lo lamenta porque
el hambre sigue estando presente en su vida, retorciéndole las entrañas. De qué
le sirvió comerse al pajarillo, se pregunta.
Son las once de la mañana y no tiene
nada que llevarse a la boca. Por el suelo, junto al zócalo, corretea una
cucaracha muy flaca. Josefa la observa un instante y después mira para otro lado; no quiere ni pensarlo.
Su marido, Basilio, está tumbado en el
suelo de lo que antes fuera la cocina, con un ojo cerrado y el otro medio
abierto, vigilando de soslayo el frigorífico. Le ha dicho a su mujer que el
frigorífico tiene el pensamiento de huir de la casa. Él le ha garantizado que
lo impedirá a toda costa, palabra de honor. Josefa, cuando lo oye delirar de
este modo, ahoga un lamento en lo más profundo de su vientre.
-Cariño -lo llama ahora.
-Qué -responde Basilio.
-No puedo más.
-No puedes más de qué.
-Me muero, Basilio. Me muero, te lo
juro -dice ella, rota de desconsuelo.
-Aguanta, mujer.
-No puedo.
-Sí puedes. Aguanta.
Josefa llora tímidamente. Se cubre los
ojos con una mano y baja el rostro.
-No puedo, ya no... -murmura.
-¿Por qué lloras, tonta? -El tono
áspero de Basilio le pone los pelos de punta. Ella lo quiere, lo ama realmente,
pero el pobre se ha vuelto tarambana. Su marido, por más que le duela
admitirlo, está más chiflado que un becerro tuerto.
-No lloro -dice, entre suspiros-. Es la
emoción, cariño.
-¿Qué emoción, mujer?
-Hoy es nuestro aniversario. ¿Ya no te
acuerdas?
Basilio, que se pone muy violento con
estas cosas, sale de la cocina y se dirige con paso firme y medido hacia el
vestíbulo. Josefa lo contempla con desmayo.
-¿Adónde vas? -le dice ella.
Y él le miente:
-A comprarte un regalo.