jueves, 31 de diciembre de 2015

El actor


         Es el títere que hila y miente mentiras, el muñeco instruido por el poeta. Es la marioneta del pueblo, el pasatiempo de las gentes ociosas. Es la distracción del niño inquieto, el complemento de un regalo de cumpleaños, el adorno fugaz del salón.
          Es todo eso, soy todo eso, y, tal vez, algo más.
      Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están mirando al actor con ojos doblados. Es cosa del alcohol, que quita los velos. Han visto más allá de su interpretación, han descubierto que detrás de su engaño sólo hay un muchacho iluso haciendo aspavientos ridículos. Sus ojos le hacen daño porque están untados de burla.
         Necesito aire. Que alguien me libre de esas miradas. Necesito respirar. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien que pueda escucharme?
         Las personas que desbordan la habitación, en la fiesta, están matando al actor con su saña torcida. Es cosa de la envidia, que brota inquinas. Todos querrían, aun por un solo momento, ser protagonistas de esta tarde más de sábado. Todos querrían, como él, robar por un rato la atención de los otros. Su saña está matándolo porque le llega en oleadas frías, sin aderezo, porque la envidia no tiene adornos.
         Necesito un descanso. He de sentarme un poco. ¿Alguien tiene una silla para mí? Con una sonrisa me basta, es suficiente. ¿Alguien tiene una sonrisa para mí, para que pueda sentarme? Necesito descansar, necesito aire. Un receso, señor juez. Mi condena es a muerte. Pagaré por mi vanidad de actor, por mi soberbia de actor. Pero consiéntame ahora un descanso, se lo suplico. Líbreme de esas miradas. Necesito una butaca para sentarme. Apárteme de ese rencor, que duele.
         El actor es el títere que hilvana, engorda y miente mentiras, el muñeco que adiestró el poeta. Es la marioneta antigua del mundo, el recreo viejo de las gentes. Es una patraña usada que vive de soñadores y se hace grande entre ellos.
         Se me ha clavado una lágrima en la mejilla. Me ha desgarrado la piel. Es un puñal pequeñito que abre la carne y siembra una culpa. Por nacer otra cosa me hiere, por eso, por nacer otra cosa y forzar el destino.
         Ser actor es ser payaso despintado. Y no parece haber recompensa.
         El aplauso, en la fiesta, no es para mí. No puede serlo. No lo quiero.


martes, 15 de diciembre de 2015

Navidad a solas


         De niño, Emilio había disfrutado de la Navidad hogareña y clásica que se pinta en las postales. En las Navidades de su infancia siempre hubo una mesa larga, inacabable, sembrada de platos y de risas, y un árbol adornado junto al televisor, preñado de regalos. Hubo una abuela risueña y sin reproches, unos padres amables y unos hermanos cariñosos que hacían bromas. Hubo sidra, dulces y promesas. Hubo un gato, el de la familia, al que colocaron un gorrito rojo el día de Nochebuena. Hubo abrazos y buenos deseos. Hubo paz. Hubo alegría, de ésa que se refleja y se pinta en las postales. Hubo de todo.
         Luego, Emilio había crecido hasta convertirse en un muchacho grande y listo. Se interesó por las matemáticas, se enamoró de los números y acabó contrayendo matrimonio con una empresa de finanzas. Le fue muy bien. Ganó mucho dinero, más del que nunca habría creído posible. Compró un coche lujoso y una mansión en el barrio más caro. Dejó de ver a su familia; se limitó a llamar por teléfono. Tenía tanto trabajo en la oficina, tantos números que ordenar, tanto dinero que invertir y desinvertir… Y cambió la cena de Nochebuena en casa por un bocadillo en su despacho. Necesitaba hacerlo; su tiempo era valioso, su tiempo era dinero. Mientras el resto del mundo se limitaba neciamente a brindar y a comer turrón, él podría multiplicar su riqueza. Y así fue.
         Pero ocurrió, unas Navidades, que Emilio recibió una visita inesperada en su despacho. Era un hombre bajito de gabardina azul y bigotes blancos que le propuso el mayor y más próspero negocio de su vida: le ofreció, a cambio de un céntimo, todas las cosas materiales del mundo. Emilio pensó que era una broma, aunque aceptó de buena gana. Estrechó la mano del hombre y brindaron por el trato. Al día siguiente, cuando despertó en su mansión del barrio más caro, comprobó que el hombre no había bromeado. En el salón, junto a la chimenea, había un saco enorme repleto de llaves: eran las llaves de todas las casas de la ciudad, y no sólo de aquélla, sino de todas las demás ciudades del mundo. Salió a la calle y vio que estaba desierta, pero no importaba, no importaba porque todo era suyo, cualquier cosa que hubiera en la calle llevaba su nombre escrito, y los restaurantes estaban abiertos para él, aunque vacíos, y había cientos de platos humeantes en las mesas vacías, para él, y miles de flores en las floristerías vacías, todas suyas, y millones de pasteles en las pastelerías vacías. ¿Dónde se había metido la gente? ¿Y qué importaba? Todo era suyo. Los edificios más altos, los aviones, los barcos, los países… Vacíos de gente, pero suyos. Había logrado el éxito, el auténtico éxito. Era el rey del mundo. Había reunido la mayor de las fortunas. ¿Quién le prepararía ahora el bocadillo de Nochebuena?, se preguntó. ¿Y qué importaba, demonios? ¿Acaso la Navidad no era maravillosa? ¿No lo era?
          Después se echó a llorar. Y deseó morir con todas sus fuerzas.