Coincide cada
mañana con el taxista, que ahora conduce un autobús. Se saludan siempre
escuetamente y, después, cada uno mira a un lado. El taxista usa perfume denso
y caramelón, como caramelonas son sus caricias en el tirador de metal de la
puerta del ascensor, o en los botones, o en los cristalitos de dentro, que son
como las ventanitas de un submarino.
El taxista se
aleja. Coincidirán más tarde, tal vez por la noche.
Tropieza cada
mañana con la pelirroja de la bufanda azul, que se operó las pecas y ahora luce
el rostro blanco y despejado. Se saludan con un gesto leve, marchito de
efusividad, y, después, cada uno mira a un lado, aunque ella siempre afecta
cierto recato. Bien sabe él que es postizo; la conoce ya mejor que su madre.
La pelirroja se
aleja. Tropezarán más tarde, tal vez al mediodía.
Se reúne un
instante, cada mañana, con el fumador de puros del tercero, el que tose de tres
en tres, que ahora fuma en pipa. Se saludan siempre sin saludarse; los buenos
días viajan escondidos en la boina del fumador. Cada uno mira a un lado,
atienden con fingido interés al crujido de los cables, repasan los planes del
día...
El fumador se
aleja. Se reunirán más tarde, tal vez con el ocaso.
Y se enamora cada
mañana de la morena del abrigo oscuro, que suspiró un día en el diminuto
universo del ascensor y, ahora, aun cuando ella no está cerca, el suspiro se
arremolina y le acaricia el alma. Se enamora cada mañana con la melodía de sus
pasos, que es un tamborcito de procesión, con el aroma que regalan sus
movimientos más sencillos; se enamora con verla, con escuchar el tictac
orgulloso de su reloj. Lo saluda ella, siempre con frescura, empapada de vida,
pero él calla porque no tiene voz y, después, muerto de miedo, se refugia
mirando a un lado.
La morena del
abrigo oscuro se aleja. Él volverá a enamorarse más tarde, tal vez antes de que
se ponga el sol.
Los días se hacen
largos. El silencio es de piedra y ahoga. A veces, los niños juegan con él a
media tarde: arriba, abajo, arriba... El portero de la finca les regaña y
amenaza con contárselo a sus padres, pero ellos se ríen y echan a correr, y
enseguida, en cuanto el portero se distrae en la calle, regresan con sus juegos
latosos, y otra vez arriba, y abajo, y arriba... Y el ascensor, en el fondo,
agradece la presencia cargante de los niños, porque así logra separar su mente
del abrigo oscuro, y se olvida un poco de las horas que restan para enamorarse
de nuevo.