Era muy pequeño y arrastraba su voto
por la calle como si fuera un felpudo de cartulina, como una alfombra voladora
que se resistía a volar.
-Buenos días, renacuajo. ¿Adónde vas?
-Lejos de usted.
Era muy pequeño. Se encaramaba a los
bordillos de las aceras con dificultad, como un alpinista en miniatura. El voto
le venía grande, y los zapatos prestados de su hermano también. Cuando alcanzó
la plaza, el sol desafiante le chamuscó el rizo rubio que le adornaba la
frente.
-Buenos días, pequeñajo. ¿Adónde vas?
-Lejos de aquí.
Entró en el colegio. Era domingo, y los
domingos los colegios no existen. Tienen colores distintos. Olía a café y a
colonia de abuelo. Arrastró el voto, que a su lado parecía enorme, como una
sábana de cartón, y trató de elevarlo hacia la urna.
-¿Qué haces aquí, campeón? ¿Y tu papá?
-Lejos de mí.
El voto pesaba demasiado. Se resistió a
volar. Entonces, el hombre amable de sonrisa amable que amablemente había
preguntado por el papá, se fijó en esas cosas curiosas que el niño llevaba
sujetas a la cintura, en esos caramelos gigantes de plastilina que le ceñían las caderas como adornos de Navidad.
El colegio estalló en mil pedazos. El
hombre amable, con su sonrisa amable, voló por los aires. El voto no, porque
pesaba demasiado. Porque era como la capa gruesa y larga de un vampiro.
En la plaza, una mujer aturdida
confundió el calor de la explosión con el de un horno de pan. El colegio ya no
estaba. Era domingo, y los domingos no existen los colegios. Porque tienen
colores distintos. En la plaza, ahora, olía a café y a colonia de abuelo. Y al
oscuro y agrio aroma de muerte que bajaba por las baldosas como un reguero de
lágrimas mudas.
-¿Qué ha pasado? -preguntó la mujer
aturdida, muy aturdida.
Un hombre tembló de espanto, a su lado.
Quiso decir algo, pero no encontró nada. Desalentado, confundió el calor de la
explosión con el de aquel verano que tan feliz había sido.
-El niño -murmuró-. El niño.