Afanado sobre el papel, inclinado en actitud religiosa, el
hombre se acalora a medida que la búsqueda se vuelve más y más insoportable.
Los minutos se extienden con la terca paciencia infatigable de un pescador
avezado. La aguja más larga se precipita al vacío y se recrea remolona en lo
más bajo de la barriga del reloj. Es atravesar la arena infinita de una playa
desierta bajo un sol de justicia, es cruzar a nado un mar en calma, inacabable,
con el espejismo de la costa preñada de rocas en el horizonte.
Cuando surge la palabra, y qué tormento rescatarla de entre
tanta materia gris, los minutos ya no son densos, sino fluidos y transparentes
como el hálito de un cangrejo colorado y moribundo. Las agujas del reloj se
sacuden la pereza y chocan entre ellas con la torpeza de las prisas.
Vamos,
que ya llega, que ya la tenemos.
El obrero de la palabra moja la pluma en el tintero y traza
curvas caligráficas sobre el áspero y amarillento papel. Luego, alza con
orgullo su tesoro y lo prende con pinzas de madera en una cuerda tensada. Ahí
queda la cosa, ahí queda, bien parida. El tendedero ya luce ufano más de
catorce palabras distintas. Ahora es tiempo de reposo, aunque breve, de reposo
y de un sorbo de vino tinto, bien tinto, y de eructar satisfecho los vapores
del trago. Después, el regreso al oficio.
El palabrero vuelve a postrarse sobre la mesa y el papel,
estrujando de nuevo la materia color ceniza del seso. Y vuelta a la playa
extensa, vuelta al océano dormilón. Un cangrejo bermellón y malcarado, pariente
del recién finado y enlutado rigurosamente hasta las pinzas, pellizca con
descaro las nalgas del maestro y le sonsaca un chillido bostezón. La aguja
minutera del reloj se afila con paciencia otra vez en lo más bajo de la barriga
y aguarda somnolienta un nuevo y laborioso hallazgo del hombre.
Maldita mi estampa y los huesos que me sostienen, se dice
éste, que acaba de perder una palabra después de acariciarla con la punta de la
lengua. Y más vale dejarla escapar que arrojarle el sedal de nuevo, bien lo
sabe. Más vale empeñarse en descubrir otra que seguirle el rastro a la que
resbala de los labios. Torpe maniobra que bien merece un pescozón.
El cangrejo le muerde la nalga y el maestro se da por
reprendido. Tampoco vayamos a excedernos con la amonestación, narices, que
palabras hay miles, y paciencia, suficiente. Echemos un sorbo de vino y
reposemos un instante, que el alcohol es consejero antiguo de la escritura. Y
buen amigo. Y confidente. Echemos un trago, demonios.
La
pluma, aunque no pesa más que una pluma, se torna pesada como el plomo en
momentos de escasez palabrera.
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